lunes, 2 de marzo de 2009

La mirada del ausente


La arena, desteñida en sus tinturas blancas y amarillas, le envuelve los pies igual que lo hacía entonces, trasmitiéndole esa sensación de bienestar, lejana sensación perdida ya en el recuerdo infantil de aquellos veranos ahuyentados por la monotonía de interminables laberintos de obligaciones y desengaños, nostalgias acumuladas en la dulce añoranza de unos años instalados en la ausencia……
Mira a su alrededor: la playa está distinta, llena, salpicada de niños, carreras, sombrillas, esterillas ocupadas y chiringuitos alineados con monótona repetitividad, uniformados como clones en posición de marcial desfile y desprovistos de cualquier vestigio de personalidad. La nueva y amplia autovía es la culpable. La autovía…y el progreso económico, traducido en innumerables filas de atestados automóviles domingueros, repletos de voluntades por acaparar un día distinto, aunque sea a costa de un corte de digestión o la insolación reglamentaria, traducida luego en unas molestas quemaduras que no terminan de cicatrizar. Gentes heróicas, dispuestas a soportar, a cambio de unas pocas horas de esparcimiento, las incómodas colas que taponarán, inexorablemente, los accesos a la lejana ciudad….
-Qué diferencia, Dios mío-, piensa, con penosa nostalgia, al comparar la cruda y aglomerada realidad que se presenta ante sus ojos, todavía repletos de imágenes de entonces, niños jugando en la arena con la soledad alrededor, silencio sólo roto por sus destempladas voces, impacientes por ganar altura para hacerse oír, atravesando el nebuloso himen, inequívoco señalador de la virginidad de aquellos parajes. Hasta los caminos de acceso han sufrido una profunda transformación: no existen los estrechos senderos ribeteados de matojos y cardos; en su lugar, han nacido amplias avenidas escoltadas por altas palmeras macilentas que invitan a los numerosos visitantes a abandonar allí sus vehículos, amontonados unos sobre otros, inermes al ardiente calor de la veraniega mañana de poniente.
Se despoja del vestido, que apenas vela el coqueto bikini, y lo guarda en la bolsa de playa, después de sustituirlo por un breve pareo, que ata alrededor de su cintura con estudiado descuido. Luego, despacio, concentrada en sus pensamientos, haciendo caso omiso de los numerosos piropos con los que la obsequian los jóvenes, (y los no tan jóvenes), diseminados a lo largo de la orilla, encamina sus pasos hacia el enorme farallón de rocas que cierra la extensa lengua de arena y conchas, buscando encontrar aquellas huellas, perdidas en el tiempo, pero profundamente incrustadas en su infancia.
El calor la alcanza de plano, y numerosas gotitas de sudor comienzan a perlar su piel, aún no curtida del todo, y siente unas ganas inmensas de meterse en el agua. Sin pensárselo dos veces, se despoja del pareo y, tras una breve carrera, se lanza de cabeza al mar.
-No eres capaz de tocar-, le parece oír a sus espaldas… y esa voz resuena en sus tímpanos con la entonación de reto y suficiencia del que se sabe más fuerte…
-No eres capaz de tocar-, reta ahora su propia mente, desgranando esas palabras tan familiares al borde de la mañana, cuando Manuel, incansable, las repetía, monocorde, sin entonación, mientras braceaba a su alrededor el desafío de todos los días, que ella se apresuraba a aceptar, y acumulaba todo el aire que admitían sus pulmones, y bajaba en picado, sin otra preocupación ni motivo que llegar al fondo, para salir con la manos llenas de arena y chinos, y abrirlas ante él con aire de triunfo, llena de orgullo por su hazaña.
Inconscientemente, toma aliento y se sumerge, pero le cuesta trabajo llegar, parece que el fondo está más profundo, más desolado, más lejano de esta nueva realidad que permanece allí, mirándola desde afuera, burlándose de su afán por revivir los momentos que la han traído hasta esta mar, hasta esta playa llena de ausencias…
Se siente cansada, le falta entrenamiento, ha perdido la costumbre de mantenerse a flote durante horas, jugando con el peligro, ignorante de todo lo no que fuera pasárselo bien… Bracea hasta la orilla y se tumba durante un rato sobre la cálida arena, necesita recuperar el aliento. Está tentada de encender un cigarrillo, pero se contiene, sabe que precisa de toda su capacidad pulmonar para atacar aquella pared que está esperándola. Nota como el sol seca sobre su piel las pocas gotitas que aún sobreviven a la acción de un fuerte calor que va incrementándose por momentos…
¡Ese maldito vicio del tabaco! Es otra de las muchas cosas que le debe a Manuel, a su obstinación por verla atragantarse, a su posterior falta de voluntad para dejarlo… Todo comenzó en la excursión que hicieron al pinar, cerca de la fuente antigua, donde pedalearon como locos un mañana de olas que volaban rotas desde el horizonte.
En un determinado momento echó en falta a su amigo, había desaparecido sin que nadie supiera decirle dónde. Cuando desesperaba dar con él, un pequeño rumor, proveniente del talud que quedaba a su izquierda, la invitó a asomarse, y allí estaba Manuel, chupando con aparente deleite un cigarrillo salido de Dios sabe dónde, mientras su rostro adquiría la expresión de persona mayor empeñada en una labor de la mayor trascendencia.
-¿Qué haces fumando?-, le recriminó con todas la fuerza de su voz, sobresaltando con el grito sus obstinadas caladas y provocando que el incontrolado humo se le fuera de inmediato a los pulmones, donde provocó tal ataque de tos que le puso a un tris de vomitar hasta la última papilla.
-¡Vaya susto qué me has dado! ¡No te esperaba! ¡Ya podías haber chillado un poco menos, puñetera!-, le masculló Manuel, enfadado, cuando se sintió capaz de articular palabra.
-Fumar no es bueno-, le recriminó, repitiendo de un modo automático la frase con la que sus padres intentaban alejarla de la tentación de hacerlo algún día.
-Eso lo dices porque no eres capaz, te da miedo, eres una cagona-, la retó, mientras en sus ojos bailaba una chispa de burla.
-¡Yo me atrevo a todo cuánto te atrevas tú!
Manuel no respondió, se limitó a mirarla con cara de burlona incredulidad, mientras iniciaba la risita que en todas las ocasiones lograba sacarla de sus casillas. Furiosa, dejándose llevar por la ira y su concentrado orgullo, le arrebató el cigarrillo y, sin pensárselo dos veces, aspiró con todas sus fuerzas. El humo casi la ahogó, y comenzó a toser con suma violencia, hasta que unas bascas, salidas desde lo más profundo de su estómago, sustituyeron a la falta de aire.
-Esto me pasa por burra, siempre tengo que dejarme llevar por mis malditos impulsos-, renegaba para sí, a la vez que hacía ímprobos esfuerzos por dominar el vómito, no iba a darle a Manuel la satisfacción de verla vencida por primera vez. Después, sin pensárselo, le arrebató la lata de refresco que sostenía en la mano, dio un largo trago y se sintió mucho mejor.
A partir de entonces raro era el día en que Manuel no aparecía con un cigarrillo, para consumir a medias, esperando, expectantes, cual de los dos se rendía primero ante aquel mareo pertinaz que solía apoderarse de sus cabezas….
Antes de continuar su camino, se da un nuevo chapuzón, para eliminar el ardor que va apoderándose de su espalda, y le vienen a la memoria los paños empapados en vinagre que su madre solía aplicarle, para calmar la quemadura de los primeros días.
-Hueles a ensalada-, le decía Manuel, en las tardes de jugar a pilla, pilla. -Sólo te falta un poco de lechuga y tomate.
-¡Y tú hules a mierda!-, le contestaba, furiosa, mientras corría veloz tras él, para intentar darle alcance.
-¡Cómo no te montes en una moto, mañana me vas a coger!-, le gritaba él, al tiempo que la descolocaba con un recorte seco.
Parecía que el juego era sólo de los dos, que los demás se limitaban a desempeñar el papel de meros comparsas en su constante desafío, y los retos surgían a la menor ocasión: en el monte, en la playa, en el agua, en cualquier lugar donde estuvieran juntos…
-No eres capaz-, era la eterna frase con la que iniciaban y cerraban sus conversaciones.
Sacude la cabeza, debe continuar hacia su objetivo si no quiere que la hora de más calor la sorprenda a mitad de camino. Atosigada por el enorme cansancio que le supone andar por la densa y mojada arena, nota como sus tobillos amenazan con rendirse antes de llegar.
Su imaginación le ayuda, y sonríe al revivir la vergüenza de la mancha de sangre en su bañador, y recuerda la pronta solicitud de Pilar para envolverla en una toalla antes de que los chicos pudieran darse cuenta, y no se la dieron… bueno, ninguno se la dio excepto Manuel, quien, siempre con el ojo avizor en todo cuanto le atañía, haciéndose el disimulado, distrajo al resto de los chicos con una carrera hacia el agua, aunque al cabo de unos días le preguntase, como el que no quiere la cosa, si ya se le había quitado la regla, elaborando a continuación un largo y filosófico discurso sobre los inconvenientes de ser mujer.
Ante semejante preguntita, se quedó sin respiración, y sintió como un rubor, imposible de controlar iba cubriéndole el rostro, mientras no dejaba de asombrarle el conocimiento que mostraba su amigo sobre la fisiología de la mujer, que superaba, y con mucho, al que ella tenía respecto a los hombres. Para disimular su turbación, se limitó a sacarle la lengua en una burla infantil y coqueta, a la vez que le daba ostensiblemente la espalda y evitaba mirar hacia sus ojos. Él, divertido por lo chusco de la situación, se dedicó a intercambiar con el resto de los chicos del grupo un montón de palabras que no llegó a percibir en su literalidad, aunque estaba segura de su significado.
Se adentra en las primeras rocas, el lugar está casi desierto, sólo un grupo de niños juega a tirarse de cabeza desde los pequeños salientes llenos de musgo y verdín, lanzando sus gritos al aire. Más allá, resguardadas tras las piedras, varias parejas tratan de ocultarse a las miradas indiscretas. Continúa andando hasta acabar el espacio arenoso que da pie a la casi vertical pared, mira hacia arriba… y está tentada de abandonar.
Aún recuerda con terror la primera vez que treparon por ese mismo acantilado. Manuel iba delante y ella inmediatamente detrás, procurando pisar por los mismos sitios y agarrarse a los mismos salientes donde lo hacía él, sujetando lo mejor que podía el vértigo de mirar hacia abajo.
Cuando estaban a más de veinte metros del suelo, sus pies resbalaron y quedó colgada de una saliente arista de la piedra. Muerta de pavor, comprobó cómo sus labios eran incapaces de emitir sonido alguno, en tanto que sus dedos comenzaban a resbalarse lentamente…
-¡Cierra los ojos y aguanta!-, le gritó Manuel, al darse cuenta de lo peligroso de la situación, a la vez que se deslizaba hacia ella y la sujetaba por un brazo.
-Ahora tranquilízate, suelta una mano de la roca y cógete a mí-, le susurró en voz baja. Después comenzó a izarla despacio, con sumo cuidado, hasta que sus pies tocaron nuevamente tierra firme y, sin dar la menor importancia a su hazaña, continuó la ascensión como si nada hubiera ocurrido.
Nunca le dio las gracias por aquello, al igual que jamás destapó su corazón ante él. Cuando, en las noches de no poder dormir centraba el pensamiento en su amigo, y unas cosquillas muy especiales se apoderaban de su estómago, desechaba la idea de quererle, de estar enamorada, renegaba de su propio sentimiento… Por eso, aquel año en que no volvió, se recriminó tantas veces su resistencia a contárselo.
-No eres capaz- vuelve a repetir la voz de Manuel a sus espaldas.
Mira hacia arriba y se santigua mentalmente. Luego, comienza a trepar, lo hace lentamente, estudiando con detenimiento los lugares más idóneos para servir de asidero a sus doloridas manos, sabe que un resbalón, o un mal paso, significarían una muerte segura.
El camino se va haciendo familiar, sus trece años están allí de nuevo, gana confianza y la ascensión se vuelve más rápida. De repente, sin saber cómo, se encuentra al otro lado. Y se deja resbalar por el sendero de gravilla hasta la fina arena de la cala.
Todo está igual: la misma mar golpeando las rocas mejilloneras, plagadas de esqueletos calcáreos, la misma cueva de forma hexagonal, donde cae el agua arañando sus entrañas para irse adentrando en ella más y más, las mismas gaviotas revoloteando sobre su cabeza…
El grito la coge desprevenida. Gira la cabeza en dirección a la voz. Un aniñado rostro familiar emerge de la orilla y se dirige hacia ella con los brazos extendidos, mientras una luminosa sonrisa le cubre el rostro en toda su amplitud.
“¡Julia! ¿No me reconoces? Soy Manuel”.
Siente como sus piernas tiemblan sin control. ¡Manuel! ¡No es posible! Manuel había muerto en aquel accidente de tráfico, cuando se dirigía hacia allí, aquel verano de chalé vacío y ausencia repetida…

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