lunes, 23 de febrero de 2009

Lucrecia


Los días, despanzurrados, iban desgranándose con monótona parsimonia durante aquel tiempo de dejar de ser, tiempo difícil de una aún más difícil salida a otra cosa que no fuese la desesperanza, impotencia de saberme inerme para enfrentarme conmigo, perdido en la sinrazón que apareja la derrota sin paliativos, posibilidades que iban cerrándose una tras otra con mortífera similitud: nada estaba, nada salía bien, ni siquiera la ilusión de lo distinto.
Aquella tarde no podía más, había llegado al límite de mi resistencia, no quería seguir luchando contra los molinos de viento de lo imposible, ni desarticularme en el desigual enfrentamiento con las fuerzas negativas instaladas en el pasillo, entre los muebles, al lado del macilento televisor, que amenazaba con dejar de ser en el momento menos pensado… Para colmo, llovía a mares, en pleno mes de julio, la naturaleza se había aliado en mi contra, jugaba a oscurecer los cuatro rayos de sol de posible consuelo.
Cansado de atisbar recuerdos, (secas comparanzas con aquel pasado distinto, triunfante, retador, orgullo estúpido en mi inconsciencia de recién incorporado exento del menor pudor para con los demás, ignorante muchacho mimado en la soberbia del todo sale bien incluso lo imposible), dejé a un lado las cenizas de aquel amor que un día me dio una razón de ser, abandoné la duermevela en aquel sofá de psiquiatra, refugio de tanta autocompasión, -tapicería empapada por lacrimógenas ausencias y frustraciones-, me acerqué a la ventana, la abrí, calculé los metros de caída libre… y reflexioné de urgencia: no podía hacerlo a medias, necesitaba dejar constancia a los demás de mis muchas, variadas y poderosas razones para saltar. Desanduve los pasos y me afané en encontrar un bolígrafo, lápiz o cualquier herramienta afín, pero fue una búsqueda infructuosa.
Sin preocuparme, -total, ¿para qué?-, de mi nada propicia indumentaria, até los cordones de las viejas zapatillas de deporte, entremetí los flecos de la gastada camiseta por dentro de los vaqueros y me lancé a la calle, a encontrar una papelería, estanco o supermercado abierto.
Enseguida, una ráfaga de viento arreciadora del aguacero, me obligó a buscar refugio en el portón más cercano, atestado de gentes que, como yo, se habían dejado el paraguas en casa, confiados en la cortedad de la impropia tormenta.
-Paradójicamente- pensé, mientras sacudía mi pelo para desalojarlo de tanta agua, -me preocupo por un remojón cuando estoy a punto de abandonarlo todo y además para siempre. ¡Soy una contradicción con patas! ¿Qué importa irme al otro mundo calado como un impermeable roto o más seco que un bacalao?
A mi lado, una chica como de veintitantos, con un atuendo parecido al mío, morena, dueña de unos hermosos ojos verdes, atractiva a más no poder, armada de una sonrisa de dientes iguales, no me perdía detalle. Al girar descaradamente mis ojos hacia ella, saludándome con una ligera inclinación de cabeza, quiso iniciar una charla de aproximación:
-¡Vaya diíta! ¡Cualquiera diría que estamos en julio!
Opté por ignorarla, mi humor no estaba para ligoteos ni mi cerebro dispuesto a mostrarse original. Hice una intentona por salir de aquel refugio. Mis pies, declarados en abierta rebeldía, se negaron a dar el necesario paso al frente.
-¿Vives cerca de aquí?-, insistió en su afán de entablar conversación, -a mí, la lluvia me ha sorprendido bastante lejos de casa y no hay modo de encontrar un taxi libre.
Continué haciéndome el sordo, sin ceder ni un ápice de mutismo a su ya ahora descarada actitud. Nuevamente ordené a mis piernas dirigirse hacia la calle, necesitaba sentir el frío del temporal en el rostro, volver a revolcarme en la desesperación que antes había sido el único motivo y razón de aquel paseo, no cejar en mi empeño de finalizar ni dejarme convencer por falsas esperanzas que, como siempre, acabarían en el cesto de los papeles. Tampoco esta segunda orden fue obedecida. Mi cuerpo no estaba por la labor, se había despegado del tiempo y espacio que mi mente quería marcarle, iba a su libre albedrío…
La lluvia pareció remitir un tanto, y los habitantes del refugio emprendieron veloz carrera hacia un lugar menos agresivo. Bueno, todos no, la chica se quedó junto a mí, pendiente de mi decisión, decidida a no alejarse mientras yo estuviera.
-¿No vas a aprovechar el clarillo?-, le pregunté, deseoso de quitármela de en medio, también enternecido ante semejante devoción hacia mi persona.
-No tengo nada mejor que hacer-, me respondió con dulzura.
Arrepentido, a la vista de tanto desamparo, de mi desagradable actitud, conmovido por sus simples, sinceras y directas palabras, sentí cómo mi corazón iba ganándole terreno a la decepción de todos los días, a la vanidad de considerarme infeliz, a la soberbia de creerme el más desgraciado… y lo dejé que actuara por su cuenta, sin condicionarle ni frenar sus más primitivos impulsos, encerrando, mientras tanto, la maldita razón en el desván.
-¿Te apetece un café? Hay un bar justo a la vuelta; te invito.
Asintió, a la vez que se agarraba, confiadamente, de mi brazo. Una corriente de intimidad se estableció entre nosotros. Tenía la sensación que llevábamos años así de cerca, rozándonos a cada leve movimiento de cualquiera de las partes de nuestras anatomías, ahora concentradas sólo en sentirnos, en rememorar otros momentos semejantes, pero lejanos, perdidos en el envés de la memoria frágil del “una vez amé”...
-Me llamo Tomás-, fue la frase rutinaria, ambigua, desconchada, que mi lengua acertó a decirle.
-Y yo Lucrecia-, correspondió en un susurro, apretándose aún más contra mí, como si quisiera trasmitirme un íntimo mensaje sin palabras.
Y volvió el silencio a situarse entre los dos, no era necesario decir nada, actuábamos por simple telepatía, recompuestos por efluvios de pensamiento positivo, amparados en fuerzas que no teníamos, salidas desde el fondo de un alma en la que no creía o, al menos, había olvidado hacía demasiado tiempo.
El sol, como queriendo participar de nuestro contento, borrado de nubarrones, comenzó a iluminar con fuerza la desolada terraza del café llena de charcos, sillas semivolcadas y regatones venidos desde arriba de la cuesta. Estuve tentado de pedirle que nos quedásemos fuera, necesitaba la tarde diferente, núbil, encaramada al filo del ocaso…
-¿Entramos?-, le propuse, muy a mi pesar.
-Es una pena que no podamos sentarnos aquí fuera, se ha quedado una tarde maravillosa.
El camarero me miró con cara de asombro cuando le pedí que nos adecentara una mesa, pero obedeció sin rechistar, pensando, y con razón, que aquel no era su problema. Sustituimos los cafés por sendos tubos de cerveza y un plato de patatas fritas, había que brindar por la salida del sol, por nuestro encuentro, por tantas otras cosas olvidadas, dejadas atrás sin misericordia… y no tuvimos bastante con una sola caña, y repetimos hasta que se fue la luz.
-¿Cómo andas de metálico?-, le pregunté, al acordarme de la endeblez de mis bolsillos- Creo que a mí me alcanza para pagar ésto, pero no más, estoy lo que se dice en horas bajas.
-No te preocupes; conozco un sitio donde no tendremos problema. Podremos cenar allí.
Siempre cogidos de la mano, -no estaba dispuesto a perderla ni a perderme-, paseamos un buen trecho hacia el lugar aún por descubrir, mientras intercambiábamos silencios llenos de armonía y contenido, mezclándolos de vez en cuando con una mirada llena de intención, una leve caricia ansiosa por decir o algún que otro comentario preciso y ocurrente.
Había perdido la noción de cuánto tiempo llevaba levitando, la sensación de flotar invalidaba cualquier cansancio. Al cabo de un rato, Lucrecia se detuvo delante de un pub que, a tenor del griterío que taladraba la puerta, debía estar abarrotado de gente. Cuando entramos, observé que todos la saludaban, era una chica muy popular entre ellos. Hasta llegué a sentirme cohibido ante tantas muestras de cariño, sencillas, directas, salidas desde dónde habita la verdad, y ella les correspondía con una sonrisa, apretándome más y más la mano mientras nos adentrábamos hacia el fondo de la barra. Un desconocido me gritó: “qué suerte tienes”. Otra chica, que, indolente, se apoyaba en la columna central del salón, se acercó hasta nosotros, dio un beso a Lucrecia y susurró en su oído: “¡por fin diste con él!, te felicito”… Y así, sorprendiéndome a cada paso, llegamos hasta dos banquetas milagrosamente libres.
-¿Te apetece más cerveza o nos pasamos a algo que se pegue al riñón?-, me preguntó, dándome a elegir.
Tenía hambre. Exceptuando las patatas fritas, no había comido nada desde la noche anterior y tenía hambre. Además, necesitaba con urgencia complementar aquellas patatas, endeble remedo de alimento sólido y efectivo, para empapar los muchos vasos de cerveza trasegados. La miré sin decidir, esperando que ella sintiera también la llamada de la naturaleza y se decidiese a elegir. No fue así, se limitó a pedir un cubata para cada uno.
-Cuando te apetezca comer algo, me lo haces saber-, zanjó la cuestión.
Me llevó tres copas decidirme a dejar de ser prudente. Al término de las mismas, y más mareado que un piojo, con la lengua estropajosa y la cabeza girando sin cesar por todo el local, tuve que dejar a un lado tanta consideración, hacer un esfuerzo considerable para evitarme el seguro tartamudeo de la lengua, (sucede cuando bebo de más), y exclamar a voz en grito que tenía el estómago pegado a la espalda.
Devoramos la apetitosa cena que nos pusieron por delante. Mientras tanto, desde la atalaya del taburete, íbamos advirtiendo cómo el pub se iba quedando vacío, despoblado de aquellos que tan gentilmente nos habían acogido. Hasta que nos quedamos solos. Entonces, me volví hacia Lucrecia: estaba radiante, transfigurada, poderosamente distinta, como si aquellos alimentos hubiesen desencadenado una profunda metamorfosis, transformándola en reina de las hadas, señora del bosque encantado…
Me aproximé a sus labios, para besarla larga, profundamente, desde lo más hondo del corazón, entregándome en aquel beso como jamás me consideré capaz. Respondió con timidez, pero abandonada de sí misma, abiertamente decidida a darse a quien, hasta hacía unas pocas horas, era un perfecto desconocido, en una rendición sin condiciones ni plazos.
-¿Dónde vamos?-, le pregunté con voz ronca, envuelta de deseo.
-A mi casa, vivo justo aquí al lado-, respondió, abiertamente, sin tapujos ni falsos pudores.
Me dejé conducir. Vivía intensamente el segundo que precede a la anhelada e inminente entrega a la persona que añoras, sueñas, imploras encontrar, adelantándome en una habitación que desconocía, en un cuerpo que tan sólo vislumbraba…
El ruido de la puerta, cerrándose tras nosotros, me bajó a tierra, mientras ella, llena de pasión, atada a mi cuello, me besaba introduciendo su lengua en mi boca, buscando mi saliva, mi piel, mi alma, para desarraigar de ella los malos momentos que, uno a uno iban quedándose olvidados sobre la alfombra...
Y el amanecer nos sorprendió abrazados, rotos, ahítos de placer, acariciados todos y cada uno de los más íntimos rincones de nuestros cuerpos, satisfechas las más ocultas fantasías….
El cansancio me derrotó. Pese a los intentos desesperados que hice, terminé por quedarme total e irremisiblemente dormido. Abrí los ojos cuando el sol ocupaba todo el amplio espectro de la ventana, deslumbrando la habitación y reverberando en mis pupilas hasta hacerlas daño. Estaba solo, Lucrecia había desaparecido, evaporada entre la bruma de la madrugada, fugada de mis brazos, silenciosa, discretamente, para no desvelarme de mi sueño. La necesitaba allí, junto a mí. Me levanté de un salto de la revuelta cama y la llamé con desesperación, sintiendo en mi interior un abandono semejante al del niño dejado a su soledad en mitad de la noche plagada de relámpagos…. Nadie contestó a mi angustia, sólo el solitario silencio supo de mi desespero.
Revolví el pequeño cuarto de baño, intentando encontrar una pista, algo que me diera señales de ella, pero estaba vacío, ni rastro de pinturas de labios, maquillajes, cremas, instrumentos normales en el aseo de cualquier mujer…. También allí el abandonado silencio hablaba sin voz.
Tampoco pude hallar pista alguna en la cocina, ni en el pequeño y solitario, -huérfano de libros, fotografías, adornos personales, recuerdos-, salón de estar. Decidí vestirme, salir a la calle e internarme de inmediato en el magnífico día de sol que me contemplaba, para intentar saber de ella, tenía que preguntar en el pub donde anoche me sentí feliz, allí la conocían, podrían decirme dónde encontrarla, cómo dar con su paradero…
No tuve paciencia para esperar al ascensor y bajé las escaleras de cuatro en cuatro. Al llegar al vestíbulo, me sorprendió la presencia del portero. Deduje que debía haberla visto salir. Me acerqué a su lado, esperando, paciente, a que terminase su reparto en los buzones.
Al cabo de unos instantes, el hombre me miró de soslayo y, sin cesar en su labor, resbaló su pregunta neutra:
-¿Desea alguna cosa?
-Perdone que le moleste, sólo deseo que me indique si ha visto salir a la señorita Lucrecia.
Cesó en su tarea, me encaró con gesto de asombro y pasó su mano por el rostro, mientras me miraba fijamente con los ojos desorbitados de sorpresa. Después, preguntó:
-¿Está usted refiriéndose a la señorita Lucrecia? ¿La inquilina del doce A? Siento en el alma tener que comunicarle, caballero, que la señorita Lucrecia se suicidó hace apenas tres días…