miércoles, 4 de marzo de 2009

El baile




Cuando la elegante berlina se detiene ante la puerta principal de la mansión de los señores marqueses de Amezcua, Carolina duda un instante antes de dar la mano al joven lacayo que, servicial, acaba de abrirle la puerta e intenta ayudarla a bajar. Es consciente de que en sólo unos instantes tendrá que enfrentarse a su mundo, el mismo que un día no muy lejano intentó dejar atrás, para enredar sus pies en aquel otro mundo plebeyo y sin ambiciones donde Luis le pidió que estuviera, alejada de clases sociales, convencionalismos y absurdos y aburridos protocolos que conseguían exasperarla. Porque Luis no era de los suyos. Había irrumpido en su vida de un modo explosivo en contraste con su entorno, del mismo modo que el arco iris se resalta sobre la negra nube cargada de agua y malos tiempos.
-Tenga cuidado, señora, y fíjese donde apoya el pie. El coche ha quedado justo encima de un charco. Todavía no hemos tenido tiempo de adecentar el camino de tanta agua coma ha caído esta tarde-, le aconseja una monótona voz que no es capaz de identificar con la persona que le tiende la mano. Una voz que no pinta nada. Una voz que está interponiéndose entre ella y sus recuerdos. Una voz a la que nadie ha dado permiso para qué esté allí. Una voz impertinente, inoportuna…
-Gracias-, responde, desabrida, a la vez que, sujetándose a aquella mano cargante, entrometida incluso, se deja deslizar fuera del carruaje para, acto seguido, encaminar sus pasos hacia la entrada reverberada de luz y violines.
También se había sujetado a la mano de Luis aquel día del paseo por el bosque, cuando resbaló en la precipitación de corregir a su hijo Gonzalo, galopador incansable, mareante ciclón de vueltas y revueltas…
-Déjelo, es un crío, y está contento por tenerla cerca. ¡Usted se deja ver tan poco!
Le molesta semejante comentario. ¿Quién es el maestrillo para siquiera insinuarle su pretendida obligación? Tendrá que hablar seriamente con su marido sobre el asunto. No le gustan las confianzas y menos aún las que provienen de gente a su servicio. Si ha aceptado acompañarles en el paseo se debe, exclusivamente, al empeño del niño por estar cerca de ella. Tiene que compensarle de los dos meses de ausencia, se lo debe, pero no tiene deuda alguna con su preceptor, y menos aún la obligación de aguantar sus impertinentes comentarios fuera de lugar…
-Buenas noches, Carolina. No sabes el placer que me produce volver a verte-, oye susurrar al beso de su tía, anfitriona y dueña de aquella mansión hoy abierta a la curiosidad de los cientos de invitados que están invadiendo el enorme salón. -Siento mucho que tu marido no se haya decidido a venir, pero comprendo sus motivos. No debe resultarle nada fácil superar ciertas cosas…
¡Su marido! Siempre a rastras con sus complejos, sus frustraciones de niño postergado, sus salidas de tono… Y todo, para acabar implorando y consintiendo. Falto de personalidad, incapaz de tomar decisiones que impliquen una elección definitiva... Ahí continúa, a su lado, impertérrito, como si nada hubiera sucedido, eliminando de un tijeretazo cuatro meses de traiciones, de abandono, de humillaciones… ¡Cómo si eso fuera tan fácil! ¡Cómo si la memoria se asemejara a la pizarra escrita y borrada a voluntad! Pero él, como si nada, haciendo caso omiso de una realidad objetiva e inconmovible a la que opone su firme deseo de imaginar, fabular, mentirse a sí mismo hasta convencerse que los hechos han sucedido tal y como se los dicta su imaginación. Que los cuatro meses se reducen a meras habladurías de la gente envidiosa y chismosa. Que ella jamás se ausentó de su lado ni un solo minuto…
Había regresado a su casa porque no tenía otro sitio donde ir. La muerte de Luis fue una muerte impensada, inapropiada, fuera de programa, absurda en el espacio y en el tiempo… Y sobre todo, inoportuna. La dejó en el más absoluto de los desamparos. No le quedaba otra solución que rebajarse y pedir perdón, aún a sabiendas de su nada airosa situación… Pero la actitud de su marido, al recibirla con la mayor naturalidad y sin ningún rechazo, (ni siquiera le deslizó el más mínimo reproche ni la menos capciosa de las preguntas), logró disipar en un instante su miedo a un repudiado futuro que la hubiera condenado, para siempre, al deshonor y a la miseria. Por todo aquello, tenía que estarle eternamente agradecida. Debía respetarle, y hasta intentar volver a quererle sin paliativos, como le quiso en aquel lejano día de la primavera de mil ochocientos cincuenta y nueve, plagada de rubores y sofocos propios de una adolescente de apenas trece años que conoce al hombre destinado a ser su futuro esposo. Hombre que cumplía a la perfección con sus más exigentes requisitos y llenaba sus expectativas de niña romántica y soñadora, perdida entre la imaginación desbordada y el juego a ser mayor.
Asida al brazo de su tía, se deja llevar, como deslizándose, por el ancho pasillo de acceso al salón, mientras saluda, ausente, a las numerosas personas que, curiosas, se acercan hasta ella para cerciorarse que no hay error, que es la mismísima pública adúltera quien está desfilando ante sus asombradas barbillas sin el menor asomo de pudor o arrepentimiento. Dispuesta a refregarles por la cara su escandaloso proceder, a hacerles comulgar con ruedas de molino, a obligarles a elegir entre soportar su presencia o abandonar la fiesta, con el consiguiente desaire que supondría hacia la aristocrática y siempre poderosa anfitriona…
Nota cómo los corros acusadores van cerrándose a su paso, pero le trae sin cuidado, alguna vez tenía que dar la cara ante esa sociedad hipócrita que aprovecha cualquier error ajeno para justificar los propios ante el espejo de su laxa conciencia. Sabe que se ha convertido en la víctima propiciatoria que tapa los pecados del mundo. No le cabe duda alguna que la primera piedra la arrojará la persona que más tenga que callar. Es un modo como otro cualquiera de justificar una conducta injustificable, de aplacar los propios remordimientos… Nada importa ya, la muerte acaba de encargarse de enterrar sus ansias de ser feliz, su desespero por salir de aquella rutina dorada de los días iguales, su monótono discurrir por una existencia vacía y sin proyectos. Ni siquiera su hijo, la única verdad que siente a su lado, reúne la intensidad suficiente como para hacerla ilusionarse en el proyecto de volver. Menos aún su marido, convertido hoy, para la sociedad hipócrita, en el mártir inocente de su vieja culpa. Cornudo generoso y bueno, capaz de tragarse en silencio el difícil bocado de su presencia, pero a la vez en el papel del tonto de la historia. Hazmerreír de todos los maridos, incluso de aquellos que, sin saberlo, se encuentran en su misma circunstancia, sólo que dentro de los cánones del hermetismo y la prudencia, aunque el hecho sea del dominio público y sus protagonistas se den la mano a diario…
Ahora vendrán los acosos nada disimulados de los que piensan ganársela fácilmente, y las habladurías de los presuntos candidatos que elevarán al rango de legendarios sus deslices ciertos o supuestos, así como la envidia de las muchas que hubieran deseado fervorosamente haber tenido el valor de actuar como ella lo ha hecho… Esas serán las peores, las más implacables, las más resentidas, las mayores detractoras. Dejarán destilar su rabia por el escote abierto a la sorpresa… Le da igual. Todo está acabado, muerto, perdido en la vorágine del tiempo sin retroceso. También ella se sabe muerta, pero condenada a continuar, abocada al camino de lo inútil hasta que el plazo se cumpla, hasta que agote el último segundo de estar sin él…
La muerte invita a la vida. Es el contraste, la consecuencia de la intensidad de lo breve. Como breve ha sido su felicidad. Apenas un leve respiro en la noche de la insumisión. Apenas un rayo de sol en mitad de la negrura de la tormenta…
De repente, como surgido de la nada, aparece ante ella el hombre diferente. Es la primera vez que le ve; lo hubiera recordado, ni su cara, ni su figura, son fáciles de olvidar. Se aproxima hacia donde está sin la menor vacilación y le hace una cortés reverencia antes de presentarle sus respetos y darse a conocer. Después, sin más ceremonia, la invita a bailar. Acepta, encantada, estremecida ante la posibilidad de sentirse rodeada por aquellos brazos tan masculinos, ansiosa del contacto contra su cuerpo, atraída, irremisiblemente, por la química de un hombre distinto a cuántos hasta ahora se han cruzado en su camino... De repente, la fugaz imagen de Luis termina por desvanecerse en el aire, ida tras su cuerpo enterrado y marchito, y sus propósitos de enmienda emprenden veloz retirada hacia el mundo de las promesas jamás cumplidas.
Cuando aquel desconocido la toma de la cintura, cree desfallecer… Y accede como en sueños a su deseo de perderse los dos en el frondoso bosque cercano a la mansión. Nadie va a echarlos de menos: la fiesta se halla en su cenit y los invitados pendientes de sus respectivos proyectos. Únicamente su tía, que la vigila como un halcón, podrá notar su falta, pero ya encontrará la pertinente excusa para salir del paso. Además, ¿a quién puede hacer daño por dar sólo un paseo bajo la tranquila noche llena de estrellas? Porque todo va a limitarse a eso: a andar un poco por el arbolado parque, a juguetear, a volver a ser voluble y coqueta… A sentirse mujer, en definitiva.
Abre la boca para dejar que penetre la intrépida lengua reclamadora de ir más allá, mientras un urgente cuerpo la aplasta contra el muro que deslinda el campo abierto… y se siente desfallecer… y sus piernas, abiertas a la fuerza por el impulso de aquella rodilla, comienzan a temblar de un modo incontrolado… Sin tiempo para recuperarse de la sorpresa, nota como las manos de aquel hombre levantan, ávidas, sus encajes hasta llegar a la cinta impedidora del acceso a su sexo, que rompe sin el menor miramiento a la vez que la empuja hasta el mojado suelo donde queda a su merced, sin capacidad de resistencia, inmovilizada por la virulencia del ataque. Penetrada, después, de un modo brusco, zafio, desprovisto de todo rastro de amor, siquiera de respeto. Ahogada luego bajo su agitado peso muerto, inmóvil...
Tan de improviso como se ha lanzado sobre ella, el violador, ¿podría llamársele así?, se levanta de su cuerpo, recompone sus ropas y desaparece de la escena. Siente unas enormes ganas de llorar, una angustia infinita, un asco profundo de sí misma, del hombre que ha traicionado su confianza… Y el recuerdo de Luis quiere llenar otra vez de contenido su vacía mente, pero Luis está muerto, ido para siempre de sus días, perdido en el éter de lo imposible… Y de nuevo rompe en llanto. Son las mismas lágrimas que lloró cuando aquel maldito carruaje desbocado la alejó definitivamente de sus sueños...
No puede precisar el tiempo que está sin moverse del suelo, absorbida por la humedad que se filtra hasta su cuerpo, sin atreverse siquiera a contemplar el destrozo que la mano de aquel desconocido ha hecho en sus ropas. Después, con una lentitud infinita y propia del vacío que la invade, se incorpora y trata de andar hacia la casa. Necesita entrar sin ser vista, para borrar de su atuendo las huellas del revolcón y de su memoria todo cuanto acaba de suceder, pero una sombra se interpone en su camino. Y otra vez vuelve al suelo de su deshonor. Y de nuevo siente el aliento febril del hombre sobre su cara. Y cómo sus piernas se abren a la fuerza. Y se repite la penetración, sólo que ahora con más saña, con más desespero, con más odio si cabe… Y cree morir bajo el empuje de aquel hombre diferente que también se apresura a huir entre los árboles una vez concluida su abominable tarea.
Esta segunda vez no le quedan fuerzas ni para llorar. Como inmersa en una pesadilla, deambula sin rumbo largo rato hasta que, de una forma casual, da con la entrada de la casa. Escurriéndose como puede entre el tumulto, corre escaleras arriba y se encierra en la primera habitación que encuentra a mano. Allí, trata de poner orden en su vestido, se deshace del destrozado calzón, ahora inservible, recompone lo mejor que sabe su revuelto peinado y borra hasta cierto punto los rastros que las lágrimas han dejado en su rostro…
-Carolina: ¿estás ahí?
Es la voz de su tía que, desde el pasillo, reclama su presencia. Se apresura a salir del cuarto y, enmascarándose en una forzada sonrisa, se acerca hasta dónde está ella.
-Me dolía un poco la cabeza y he preferido echarme un rato antes que la jaqueca fuera a más.
-Hace unos minutos que llegó tu marido y está preguntando por ti. Ha querido darte una sorpresa, cariño, y demostrarte hasta qué punto sigue queriéndote, no es nada fácil su papel en esta casa y ante tantos amigos…
Asiente con la cabeza. Es la primera sorprendida en semejante devoción por parte de su esposo, y admira su osada valentía para reconocer su perdón ante una sociedad que nunca perdona. Y jura que jamás va a dejarle solo, que recompensará aquel amor con todas sus fuerzas…
-Hola, Carolina, ¿conoces a...?
Siente como la sangre se niega a seguir circulando por sus venas, mientras un misericordioso velo, negro como la noche, nubla su vista y su entendimiento. Al pie de la escalera, su marido, cogido del brazo de su otro violador, sonríe a la venganza.

lunes, 2 de marzo de 2009

La mirada del ausente


La arena, desteñida en sus tinturas blancas y amarillas, le envuelve los pies igual que lo hacía entonces, trasmitiéndole esa sensación de bienestar, lejana sensación perdida ya en el recuerdo infantil de aquellos veranos ahuyentados por la monotonía de interminables laberintos de obligaciones y desengaños, nostalgias acumuladas en la dulce añoranza de unos años instalados en la ausencia……
Mira a su alrededor: la playa está distinta, llena, salpicada de niños, carreras, sombrillas, esterillas ocupadas y chiringuitos alineados con monótona repetitividad, uniformados como clones en posición de marcial desfile y desprovistos de cualquier vestigio de personalidad. La nueva y amplia autovía es la culpable. La autovía…y el progreso económico, traducido en innumerables filas de atestados automóviles domingueros, repletos de voluntades por acaparar un día distinto, aunque sea a costa de un corte de digestión o la insolación reglamentaria, traducida luego en unas molestas quemaduras que no terminan de cicatrizar. Gentes heróicas, dispuestas a soportar, a cambio de unas pocas horas de esparcimiento, las incómodas colas que taponarán, inexorablemente, los accesos a la lejana ciudad….
-Qué diferencia, Dios mío-, piensa, con penosa nostalgia, al comparar la cruda y aglomerada realidad que se presenta ante sus ojos, todavía repletos de imágenes de entonces, niños jugando en la arena con la soledad alrededor, silencio sólo roto por sus destempladas voces, impacientes por ganar altura para hacerse oír, atravesando el nebuloso himen, inequívoco señalador de la virginidad de aquellos parajes. Hasta los caminos de acceso han sufrido una profunda transformación: no existen los estrechos senderos ribeteados de matojos y cardos; en su lugar, han nacido amplias avenidas escoltadas por altas palmeras macilentas que invitan a los numerosos visitantes a abandonar allí sus vehículos, amontonados unos sobre otros, inermes al ardiente calor de la veraniega mañana de poniente.
Se despoja del vestido, que apenas vela el coqueto bikini, y lo guarda en la bolsa de playa, después de sustituirlo por un breve pareo, que ata alrededor de su cintura con estudiado descuido. Luego, despacio, concentrada en sus pensamientos, haciendo caso omiso de los numerosos piropos con los que la obsequian los jóvenes, (y los no tan jóvenes), diseminados a lo largo de la orilla, encamina sus pasos hacia el enorme farallón de rocas que cierra la extensa lengua de arena y conchas, buscando encontrar aquellas huellas, perdidas en el tiempo, pero profundamente incrustadas en su infancia.
El calor la alcanza de plano, y numerosas gotitas de sudor comienzan a perlar su piel, aún no curtida del todo, y siente unas ganas inmensas de meterse en el agua. Sin pensárselo dos veces, se despoja del pareo y, tras una breve carrera, se lanza de cabeza al mar.
-No eres capaz de tocar-, le parece oír a sus espaldas… y esa voz resuena en sus tímpanos con la entonación de reto y suficiencia del que se sabe más fuerte…
-No eres capaz de tocar-, reta ahora su propia mente, desgranando esas palabras tan familiares al borde de la mañana, cuando Manuel, incansable, las repetía, monocorde, sin entonación, mientras braceaba a su alrededor el desafío de todos los días, que ella se apresuraba a aceptar, y acumulaba todo el aire que admitían sus pulmones, y bajaba en picado, sin otra preocupación ni motivo que llegar al fondo, para salir con la manos llenas de arena y chinos, y abrirlas ante él con aire de triunfo, llena de orgullo por su hazaña.
Inconscientemente, toma aliento y se sumerge, pero le cuesta trabajo llegar, parece que el fondo está más profundo, más desolado, más lejano de esta nueva realidad que permanece allí, mirándola desde afuera, burlándose de su afán por revivir los momentos que la han traído hasta esta mar, hasta esta playa llena de ausencias…
Se siente cansada, le falta entrenamiento, ha perdido la costumbre de mantenerse a flote durante horas, jugando con el peligro, ignorante de todo lo no que fuera pasárselo bien… Bracea hasta la orilla y se tumba durante un rato sobre la cálida arena, necesita recuperar el aliento. Está tentada de encender un cigarrillo, pero se contiene, sabe que precisa de toda su capacidad pulmonar para atacar aquella pared que está esperándola. Nota como el sol seca sobre su piel las pocas gotitas que aún sobreviven a la acción de un fuerte calor que va incrementándose por momentos…
¡Ese maldito vicio del tabaco! Es otra de las muchas cosas que le debe a Manuel, a su obstinación por verla atragantarse, a su posterior falta de voluntad para dejarlo… Todo comenzó en la excursión que hicieron al pinar, cerca de la fuente antigua, donde pedalearon como locos un mañana de olas que volaban rotas desde el horizonte.
En un determinado momento echó en falta a su amigo, había desaparecido sin que nadie supiera decirle dónde. Cuando desesperaba dar con él, un pequeño rumor, proveniente del talud que quedaba a su izquierda, la invitó a asomarse, y allí estaba Manuel, chupando con aparente deleite un cigarrillo salido de Dios sabe dónde, mientras su rostro adquiría la expresión de persona mayor empeñada en una labor de la mayor trascendencia.
-¿Qué haces fumando?-, le recriminó con todas la fuerza de su voz, sobresaltando con el grito sus obstinadas caladas y provocando que el incontrolado humo se le fuera de inmediato a los pulmones, donde provocó tal ataque de tos que le puso a un tris de vomitar hasta la última papilla.
-¡Vaya susto qué me has dado! ¡No te esperaba! ¡Ya podías haber chillado un poco menos, puñetera!-, le masculló Manuel, enfadado, cuando se sintió capaz de articular palabra.
-Fumar no es bueno-, le recriminó, repitiendo de un modo automático la frase con la que sus padres intentaban alejarla de la tentación de hacerlo algún día.
-Eso lo dices porque no eres capaz, te da miedo, eres una cagona-, la retó, mientras en sus ojos bailaba una chispa de burla.
-¡Yo me atrevo a todo cuánto te atrevas tú!
Manuel no respondió, se limitó a mirarla con cara de burlona incredulidad, mientras iniciaba la risita que en todas las ocasiones lograba sacarla de sus casillas. Furiosa, dejándose llevar por la ira y su concentrado orgullo, le arrebató el cigarrillo y, sin pensárselo dos veces, aspiró con todas sus fuerzas. El humo casi la ahogó, y comenzó a toser con suma violencia, hasta que unas bascas, salidas desde lo más profundo de su estómago, sustituyeron a la falta de aire.
-Esto me pasa por burra, siempre tengo que dejarme llevar por mis malditos impulsos-, renegaba para sí, a la vez que hacía ímprobos esfuerzos por dominar el vómito, no iba a darle a Manuel la satisfacción de verla vencida por primera vez. Después, sin pensárselo, le arrebató la lata de refresco que sostenía en la mano, dio un largo trago y se sintió mucho mejor.
A partir de entonces raro era el día en que Manuel no aparecía con un cigarrillo, para consumir a medias, esperando, expectantes, cual de los dos se rendía primero ante aquel mareo pertinaz que solía apoderarse de sus cabezas….
Antes de continuar su camino, se da un nuevo chapuzón, para eliminar el ardor que va apoderándose de su espalda, y le vienen a la memoria los paños empapados en vinagre que su madre solía aplicarle, para calmar la quemadura de los primeros días.
-Hueles a ensalada-, le decía Manuel, en las tardes de jugar a pilla, pilla. -Sólo te falta un poco de lechuga y tomate.
-¡Y tú hules a mierda!-, le contestaba, furiosa, mientras corría veloz tras él, para intentar darle alcance.
-¡Cómo no te montes en una moto, mañana me vas a coger!-, le gritaba él, al tiempo que la descolocaba con un recorte seco.
Parecía que el juego era sólo de los dos, que los demás se limitaban a desempeñar el papel de meros comparsas en su constante desafío, y los retos surgían a la menor ocasión: en el monte, en la playa, en el agua, en cualquier lugar donde estuvieran juntos…
-No eres capaz-, era la eterna frase con la que iniciaban y cerraban sus conversaciones.
Sacude la cabeza, debe continuar hacia su objetivo si no quiere que la hora de más calor la sorprenda a mitad de camino. Atosigada por el enorme cansancio que le supone andar por la densa y mojada arena, nota como sus tobillos amenazan con rendirse antes de llegar.
Su imaginación le ayuda, y sonríe al revivir la vergüenza de la mancha de sangre en su bañador, y recuerda la pronta solicitud de Pilar para envolverla en una toalla antes de que los chicos pudieran darse cuenta, y no se la dieron… bueno, ninguno se la dio excepto Manuel, quien, siempre con el ojo avizor en todo cuanto le atañía, haciéndose el disimulado, distrajo al resto de los chicos con una carrera hacia el agua, aunque al cabo de unos días le preguntase, como el que no quiere la cosa, si ya se le había quitado la regla, elaborando a continuación un largo y filosófico discurso sobre los inconvenientes de ser mujer.
Ante semejante preguntita, se quedó sin respiración, y sintió como un rubor, imposible de controlar iba cubriéndole el rostro, mientras no dejaba de asombrarle el conocimiento que mostraba su amigo sobre la fisiología de la mujer, que superaba, y con mucho, al que ella tenía respecto a los hombres. Para disimular su turbación, se limitó a sacarle la lengua en una burla infantil y coqueta, a la vez que le daba ostensiblemente la espalda y evitaba mirar hacia sus ojos. Él, divertido por lo chusco de la situación, se dedicó a intercambiar con el resto de los chicos del grupo un montón de palabras que no llegó a percibir en su literalidad, aunque estaba segura de su significado.
Se adentra en las primeras rocas, el lugar está casi desierto, sólo un grupo de niños juega a tirarse de cabeza desde los pequeños salientes llenos de musgo y verdín, lanzando sus gritos al aire. Más allá, resguardadas tras las piedras, varias parejas tratan de ocultarse a las miradas indiscretas. Continúa andando hasta acabar el espacio arenoso que da pie a la casi vertical pared, mira hacia arriba… y está tentada de abandonar.
Aún recuerda con terror la primera vez que treparon por ese mismo acantilado. Manuel iba delante y ella inmediatamente detrás, procurando pisar por los mismos sitios y agarrarse a los mismos salientes donde lo hacía él, sujetando lo mejor que podía el vértigo de mirar hacia abajo.
Cuando estaban a más de veinte metros del suelo, sus pies resbalaron y quedó colgada de una saliente arista de la piedra. Muerta de pavor, comprobó cómo sus labios eran incapaces de emitir sonido alguno, en tanto que sus dedos comenzaban a resbalarse lentamente…
-¡Cierra los ojos y aguanta!-, le gritó Manuel, al darse cuenta de lo peligroso de la situación, a la vez que se deslizaba hacia ella y la sujetaba por un brazo.
-Ahora tranquilízate, suelta una mano de la roca y cógete a mí-, le susurró en voz baja. Después comenzó a izarla despacio, con sumo cuidado, hasta que sus pies tocaron nuevamente tierra firme y, sin dar la menor importancia a su hazaña, continuó la ascensión como si nada hubiera ocurrido.
Nunca le dio las gracias por aquello, al igual que jamás destapó su corazón ante él. Cuando, en las noches de no poder dormir centraba el pensamiento en su amigo, y unas cosquillas muy especiales se apoderaban de su estómago, desechaba la idea de quererle, de estar enamorada, renegaba de su propio sentimiento… Por eso, aquel año en que no volvió, se recriminó tantas veces su resistencia a contárselo.
-No eres capaz- vuelve a repetir la voz de Manuel a sus espaldas.
Mira hacia arriba y se santigua mentalmente. Luego, comienza a trepar, lo hace lentamente, estudiando con detenimiento los lugares más idóneos para servir de asidero a sus doloridas manos, sabe que un resbalón, o un mal paso, significarían una muerte segura.
El camino se va haciendo familiar, sus trece años están allí de nuevo, gana confianza y la ascensión se vuelve más rápida. De repente, sin saber cómo, se encuentra al otro lado. Y se deja resbalar por el sendero de gravilla hasta la fina arena de la cala.
Todo está igual: la misma mar golpeando las rocas mejilloneras, plagadas de esqueletos calcáreos, la misma cueva de forma hexagonal, donde cae el agua arañando sus entrañas para irse adentrando en ella más y más, las mismas gaviotas revoloteando sobre su cabeza…
El grito la coge desprevenida. Gira la cabeza en dirección a la voz. Un aniñado rostro familiar emerge de la orilla y se dirige hacia ella con los brazos extendidos, mientras una luminosa sonrisa le cubre el rostro en toda su amplitud.
“¡Julia! ¿No me reconoces? Soy Manuel”.
Siente como sus piernas tiemblan sin control. ¡Manuel! ¡No es posible! Manuel había muerto en aquel accidente de tráfico, cuando se dirigía hacia allí, aquel verano de chalé vacío y ausencia repetida…