lunes, 22 de junio de 2009

Abre los ojos


Abre los ojos entre la vaporosa nube etílica que rodea su cama y tiene que sujetarse al metálico cabecero: el cuarto, y su contenido, han comenzado a girar a toda velocidad, para después voltearse y fundir sus imágenes con la negrura abisal que, a semejanza de lapa gigantesca, se agarra a sus párpados hasta hacérselos desplomar como si estuvieran enganchados a una pesada losa de mármol. A tientas, y mientras que con su mano derecha intenta sujetar el maldito colchón, tirando de la barra que cruza el cabecero como si de una rienda se tratara, con la izquierda comienza a explorar sobre la arrugada sábana empapada de sudor y otros efluvios extraños al tacto. De repente, su anular tropieza con una masa informe, blanda y mojada. Como puede, tantea sobre la mesilla, con derribo de cenicero incluido, presiona el pulsador de la lamparita y mira hacia el lugar donde su dedo ha sido bruscamente interrumpido por esa especie de viscoso blandiblú. Levanta los ojos con temor, ignora qué ente extraño podría haberse instalado en su cama, y su sorpresa es mayúscula al vislumbrar un enorme y oscilante vientre blanco. Con mucho cuidado, para no despertar a la poseedora de semejante recipiente, -da por sentado que esa enorme barriga es de una mujer-, se incorpora lentamente y fija sus ojos en el enorme cráter que está situado en el lugar del ombligo. De repente, y a semejanza de una planta carnívora, siente cómo dos enormes tentáculos le agarran por el cuello e, inmisericordes, le introducen, irremisiblemente, en aquel pozo sin fondo.

A eso de las nueve de la mañana, la asistenta le encuentra profundamente dormido y con la cabeza metida a presión en el blanco orinal de porcelana…