jueves, 30 de abril de 2009

La calle



Por sistema, la tarde me sorprendía subiendo la cuesta, resbalando sin tregua por sus aceras llenas de baches y mierdas de perro que poblaban la triste falta de sol donde me crié. Portales con olor a meada de gato y solterona desesperada y sabedora de su incapacidad para perder el virgo ni aún por equivocación del violador. Tristes vecinos en camiseta y bata de flores, gritadores de su miseria en el mensaje de su mediocridad. Seres adentrados en un pozo sin escalera que cada día les aislaba más y más de un cielo del que jamás sospecharon la existencia.
Todavía bailan en mi recuerdo los ennegrecidos azulejos de la cocina donde mi madre biológica, no consintió en serlo de otro modo, se abrasaba las pestañas atizando un enmohecido carbón rebelde a dejarse quemar y guisoteando luego aquellos platos de mucho líquido y poca sustancia que tomábamos muy calientes para no preguntarnos a que sabían y qué era aquello que flotaba dentro. Platos de raquitismo y racionamiento. Platos del no crecer, en una posguerra salpicada de estraperlo, derrota de casi todos, radios de galena, alpargatas, camisetas de tirantes y pañuelo con cuatro nudos para tapar del sol la coronilla del desespero…
Mi padre fue de los ganadores, aunque murió sin llegar a comprender qué fue lo que realmente ganó. Cuando se licenció del ejército, para incorporarse a su nuevo empleo de bedel en aquel instituto, ya no se parecía, ni con mucho, al campesino de veinte años que partió de Zamora, junto con otros mozos, para “salvar” a España de sus otros “salvadores”.
Por más insistencia que puse en conocer, nunca quiso contarme sobre la tragedia. Las más de las veces, le preguntaba con el único fin de lograr que se sintiera protagonista de algo, pero el continuo rol de eterno subalterno había desarraigado sus ganas de sentirse importante siquiera delante de su hijo mayor. Se había condenado de antemano por un pecado de anulación del que no era culpable.
Mi madre era oriunda de la Capital. Hija de un albañil de la C.N.T. muerto en el asalto al Cuartel de la Montaña, pasó hambre en la guerra y más aún en la paz, pese a ser la mujer de un vencedor. Conoció a mi progenitor cuando éste entró en Madrid, Universitaria arriba, y se casó con él en cuanto pudo, pienso que para huir de la represión y la miseria. Si me enseñó a rezar de pequeño, ni me acuerdo. Sólo la identifico con la hora de comer y lamentándose cada cierto tiempo por una futura boca más que alimentar. Vivió entre humos, tres partos y numerosos alborotos, hasta que un buen día llegó a la conclusión que allí estaba de más y se marchó sin decirnos dónde iba. Mi padre no se molestó en salir en su búsqueda, ni tampoco nos dio explicación alguna de tal ausencia. Se limitó a traer otra mujer a casa, más joven y más limpia, para que ocupase su lugar en la cocina y en la cama.
La llegada de Inma, así se llamaba la nueva habitante del fogón, introdujo cambios sustanciales en nuestra forma de vivir. Pronto, casi de forma inmediata, la comida varió para mejor en cuanto a aspecto y sabor se refiere, aunque yo seguía queriendo ignorar, por mera prevención, el origen y la procedencia de sus ingredientes. También la bañera comenzó a funcionar de forma regular, y supe del placer de mudarme de ropa interior cada dos días. Mis hermanos dejaron de tener irritada la nariz de tantos mocos, y las liendres desaparecieron de nuestras cabezas por arte del Z.Z. que, generosamente, Inma desparramaba sobre ellas a pesar de las tan continuadas como inútiles quejas. Aquel desinsectante picaba lo suyo y nos dejaba los ojos colorados como tomates.
Mi padre cambió de carácter. El hombre adusto y amargado de antes, dio paso a una persona, sí no optimista, al menos sonriente a ratos, y dejé de oír los lamentos y reniegos instalados con anterioridad en el ahora menos siniestro pasillo. También desapareció mi miedo a la soledad del dormitorio gracias a la modesta lamparita, que podía apagar y encender a mi antojo sin necesidad de tener que levantarme hasta el interruptor y volverme después a la cama, tropezando con los pocos muebles que, con muy mala leche, salpicaban la habitación..
Un día de septiembre, prórroga de un verano especialmente caluroso donde el hielo se derretía a los pocos minutos de colocarlo en la fresquera, me pusieron un baby lleno de rayas y me llevaron a un edificio casi en ruinas por cuya puerta entraban multitud de niños con cara de no querer ir. ¡Mi primer día de colegio!
Una mujer como de cuarenta años y aspecto antipático, me condujo hasta un cuarto lleno de pupitres y gente de mi edad, uniformados como yo, asombrosos miradores de la enorme pizarra que, instalada sobre un caballete, tapaba media pared. Bajo las fotos de Franco y José Antonio, una desvencijada mesa y una aún más desarbolada silla, circundaban la persona que iba a dominar nuestras mentes, y nuestras voluntades, durante aquel curso.
Todas las mañanas, antes de comenzar la clase, se rezaba un Padrenuestro, “por los caídos”, decían, y cantábamos el Cara al sol, repitiendo sus estrofas una y otra vez para que lográramos aprenderlo. Después, la maestra iba nombrándonos uno por uno y teníamos que responder al llamamiento gritando “presente” y poniéndonos en pie.
Cuando pasaron lista por primera vez, me chocó oír mi nombre y dos apellidos. Carmelo Beltrán Horcajo. Parecía como si se refirieran a otro, ni siquiera identificaba el patronimio, acostumbrado como estaba a que todos me llamaran Melo, así que me quedé sentado y en silencio hasta que un coscorrón más que regular se encargó de recordarme para siempre mi obligación de responder.
Fue en aquel patio, durante el recreo, donde comenzaron a formarse los corrillos que, posteriormente, se convertirían en las diferentes pandillas rivales, enfrentamiento que duró hasta que dejamos la escuela, unos para presentarnos al ingreso en bachiller y otros para incorporarse, como aprendices ó peones, al duro mundo del trabajo, diciendo así adiós para siempre a su niñez apenas apuntalada.
Ángel y Paco se convirtieron en mis amigos inseparables. El primero, era hijo de un albañil emigrado de Extremadura que intentaba en su huída escapar de la miseria. El padre del segundo conducía de un viejo taxi. Ángel tenía una facilidad especial para aprenderse, de corrido y a la primera, las tablas de multiplicar. Yo lo logré a base de repetirlas una y otra vez, equivocando casi siempre las respuestas, sobre todo en la tabla del siete. Cuando la maestra me preguntaba, él se encargaba de soplarme, en un tono audible a duras penas, para evitar que me encontrase con el reglamentario palmetazo que acompañaba, en todas las ocasiones, a cualquier error.
Paco, por el contrario, era el más despistado de toda la clase. Pasaba más tiempo de rodillas y cara a la pared que sentado en su pupitre. Desde ese su acostumbrado rincón, aprovechaba el momento en que la maestra le daba la espalda para hacerle toda suerte de cuchufletas con el consiguiente cachondeo de todos nosotros.
Cuando cumplí nueve años, mi padre me apuntó al Frente de Juventudes. El curso siguiente iba a preparar el ingreso en bachillerato y ya me consideraba una persona mayor. Aquel verano hice mi primer campamento en Cercedilla, al cuidado de unos monitores que me llamaban camarada y vestían unos ridículos pantalones cortos. Allí aprendí, entre canción y canción, a obedecer sin rechistar las órdenes que un montón de chicos, algo mayores que yo, impartían constantemente. Tuve la impresión de ser el último mono de toda la Centuria, manejado por el primer jefe de Escuadra que se cruzaba en mi camino.
Las marchas, cargando con una mochila más grande que yo de la que colgaban el plato metálico y la cantimplora, se me hicieron, en un principio, insoportables. Las terminaba con los pies llenos de ampollas y la espalda doblada por el peso excesivo de la impedimenta. Después, poco a poco, fui acostumbrándome a esas duras caminatas y hasta las extrañé cuando terminé el campamento y regresé al triste Madrid de todos los inviernos.
-Has crecido- me dijo Inma nada más verme. -Ahora vete para la bañera, seguro que traerás acumulada la mugre de todo el mes.
El contacto con el agua caliente pareció borrar la ausencia y tuve la sensación de no haber salido nunca de aquella casa. Mientras me secaba enérgicamente con la áspera toalla, aquel primer campamento iba transformándose en un sueño.
Al curso siguiente no nos dio clase la maestra de siempre. Un profesor, con cara de pocos amigos, fue el encargado de amargarnos la vida a fuerza de raíces cuadradas, larguísimas divisiones, dictados más y más difíciles, decimales, quebrados…. La lectura del Quijote la sustituimos por las reglas de Ortografía y tuvimos que aprender Gramática, Historia, Geografía y un montón de cosas más que por entonces consideré engorrosamente inútiles.
Paco, el hijo del taxista, también preparó el ingreso, mientras que Ángel, pese a su inteligencia fuera de lo común, iba a continuar en la escuela dos años más para obtener el certificado de Estudios Primarios. No volvimos a vernos hasta pasado bastante tiempo y en circunstancias bien distintas.
Durante aquel curso, mi amigo Paco cambió por completo tanto en comportamiento como en aplicación. El niño antes díscolo y travieso, se convirtió en el alumno más aplicado de la clase, comenzando a dar muestras de una capacidad fuera de serie a la hora de enfrentarse con las muchas dificultades del preparatorio. Además, su cuerpo crecía a tal velocidad, que en pocos meses nos sobrepasó a todos en varios centímetros. Al final del verano siguiente, cuando regresé de mi segundo campamento, el mundo pareció derrumbarse sobre mí. Inma ya no estaba en casa y mi padre volvía a ser el hombre huraño y malhumorado. ¡Otra vez la calle se volvía cuesta arriba...
Paco y yo nos matriculamos en el mismo instituto donde mi padre prestaba sus servicios como bedel. Ambos obtuvimos una beca, pero por circunstancias bien distintas: la mía procedía de los buenos oficios y amistades de mi progenitor mientras que él se la ganó a pulso, sacando matrícula de honor en el examen de ingreso.
Pronto se distinguió de los demás compañeros, convirtiéndose en el alumno preferido de los profesores y yo en su sombra. Le seguía a todas partes y hacía cuanto era necesario para conservar su amistad. Un día, cabreado por mi insistente servidumbre, me espetó:
-¡Tienes espíritu de subalterno! Si no cambias de actitud, nunca vas a llegar a ser alguien.
-¿Qué debo hacer?-, pregunté, desconcertado por el reproche.
-Decir que no de vez en cuando en vez de mover constantemente la cabeza arriba y abajo, como si fueras una vaca rumiando hierba.
Resultaba mucho más cómodo dejarme llevar que enfrentarme a posturas de elección en situaciones que, en el fondo, me daban igual. Poco a poco, fui habituándome a mantener algún que otro criterio, pero siempre y cuando dicho criterio estuviera acorde con la forma de pensar de mi amigo. No sólo me sentía incapaz de enfrentarme a él en cualquier campo, también necesitaba su proximidad para huir de la desesperación que impregnaba mi hogar. Por eso, en cuanto terminaba de comer, me faltaba tiempo para irme dónde él, a estudiar, a jugar… a vivir, en suma.
Su familia era la antítesis de la mía. Desde el primer día me acogieron como a un hijo más y nunca regatearon la oportuna palabra de aliento ni el pan con chocolate a las seis de la tarde. Cuando llegaba la hora de cenar, tenían que ponerme materialmente en la escalera para obligarme a regresar con los míos. Entonces, cabreado como una mona y renegando por lo bajo, enfilaba las tres manzanas que separaban la luz de la oscuridad con el pensamiento puesto en el día siguiente.
Lucas se unió a nosotros en el segundo trimestre. Era un chico tímido, reservado, con complejo de bicho raro por ser el único de la clase qué llevaba gafas. Comenzó su aproximación con lentitud, cómo si temiera tropezarse con nuestro indiferente rechazo. Así, una mañana nos ofrecía parte de su bocadillo, otra, nos regalaba cromos del álbum de Kim de la India, tan de moda entre los niños de aquella época, otra, se prestaba para ir hasta el carrillo de la puerta e invitarnos a dos reales de caramelos... Y así, hasta que Paco y yo decidimos, de común acuerdo, poner fin a esa situación tan ambigua y preguntarle qué pretendía lograr con esa actitud.
-Ser vuestro amigo-, respondió sin ambages.
-Una cosa es querer ser nuestro amigo y otra bien distinta intentar comprarnos-, respondió Paco, muy serio.
-No era mi intención comprar nada. Simplemente, me daba vergüenza pedíroslo por las buenas y pensé que de este modo resultaría más fácil.
-Ahórrate seguir haciéndonos la pelota, desde este momento te consideramos uno más de nosotros-, concluyó Paco, solemne.
A Lucas se le iluminó la cara con una sonrisa de felicidad. Para sellar el pacto, nos dimos la mano y volvimos juntos a clase de Matemáticas.
Lucas nunca mencionaba a su familia, ni siquiera llegué a saber si tenía padres y hermanos, aunque, a pesar de mi curiosidad, me abstuve de preguntarle, de esa forma tampoco yo me vería obligado a dar explicaciones sobre la mía.
Todas las tardes, nos reuníamos los tres en casa de Paco. Desde entonces, se me hizo más fácil el regreso, acompañado por mi nuevo amigo hasta muy cerca de la cuesta.
Fue por aquella época cuando me reencontré con mi madre. Sucedió durante una noche de noviembre, llena de lluvia y frío de la sierra. Volvía de mi acostumbrada visita vespertina cuando, al entrar en el portal, una mujer pronunció, quedo, mi nombre.
-Melo, Melo, soy yo.
Tuve que hacer un esfuerzo en la penumbra para distinguir desde donde venía la voz. Me acerqué, receloso, hasta ella.
-¿No me reconoces, Melo?
La miré de arriba abajo, con curiosidad primero y luego con sobresaltada inquietud.
-Sí, si qué te reconozco.
-¿No vas a darme un beso?
-No, no quiero darte un beso-, respondí, asustado por las posibles consecuencias que podrían acarrearnos su imprevisto retorno.
Sus ojos sin respuesta se quedaron fijos en los míos por unos segundos. Después, bajó la vista al suelo y murmuró:
-Pregunta a tu padre si puedo subir.
-¡Pregúntaselo tú!-, grité, descompuesto, mientras escapaba, veloz, escaleras arriba sin volver la cabeza hacia donde ella estaba.
Cuando entre en casa no dije nada, me limité a atrincherarme en la habitación pretextando una excusa para no cenar. Luego, durante un buen rato, estuve pendiente del sonido del timbre, pero me dormí sin llegar a oírlo.
Unas semanas más tarde, mi padre cambió. Dejó a un lado su desaliño habitual y comenzó a afeitarse todos los días, a mudarse de indumentaria… incluso a bañarse con cierta frecuencia. También su humor mejoró ostensiblemente. Pensé que debía averiguar la razón de ese cambio, pero no me atreví, conocía la clase de respuesta que podía darme y preferí esperar la llegada de los acontecimientos, que no tardaron en producirse: una noche, la nueva desconocida me abrió la puerta.
-Me llamo Luna, soy la novia de tu padre-, dijo, a modo de presentación.
Observé con atención a su rostro casi infantil. Pese a no tener más allá de veinte años, aquellos ojos parecían haber vivido cien. Su extremada delgadez indicaba, bien a las claras, las privaciones por las que estaba pasando. Era un hambre de siglos la que se reflejaba en su cara de niña pequeña… Quise ser bueno y creerla, al menos, ilusionada.
-Yo soy Carmelo, aunque puedes llamarme Melo, como hace todo el mundo-, contesté, mientras ignoraba su intento de beso y extendía la mano hacia ella como queriendo marcar distancias y diferencias.
Luna y su paupérrimo equipaje venían con vocación de quedarse para siempre. Cuando se instaló como dueña y señora de la casa, me vi en la obligación de contarle a mi padre el encuentro de hacía unos meses, para evitarle la sorpresa de una impensada e improcedente visita. Guardó un largo silencio, apabullado sin duda por lo inesperado de la noticia, y después, con parsimonia, lió un cigarrillo y dijo:
-Si vuelves a tropezarte con ella me lo haces saber de inmediato, aunque de todas formas no creo que se atreva a subir.
Pero mi padre no contaba con la desfachatez de la que mi madre era capaz, ni tampoco cómo la miseria y el abandono podían obligarla a actuar fuera de toda lógica. La capacidad del ser humano para dar la vuelta a cuanto vaya contra sus intereses, tenía en ella su mejor pilar.
A los pocos días de aquella conversación, citaron a mi padre en el juzgado, para que respondiera a una denuncia por intimidación, expulsión con violencia del domicilio conyugal y adulterio. El asunto se encabronó hasta tal punto que también tuve que ir a declarar, pese a mi corta edad. La situación pudo clarificarse gracias al testimonio de los vecinos, que dejaron bien sentada la escueta verdad de lo que realmente había sucedido.
La noticia de la denuncia se extendió como un reguero de pólvora y llegó a oídos del director del instituto, que llamó a mi padre y le colocó un sermón de los que hacen época, amenazándole con abrirle un expediente, por atentar contra la moral y las buenas costumbres, en el hipotético supuesto de que no pusiera fin de inmediato a su convivencia con Luna.
Mi padre optó por asentir a todo para luego hacer caso omiso a la amenaza y presentar, a su vez, otra denuncia, por abandono de familia, contra la causante de tantos quebraderos de cabeza.
Al cabo de pocos días, las aguas volvieron a su cauce y yo a mi rutina. Mis amigos, expectantes, me obligaron a contarles lo ocurrido con pelos y señales. Después, el incidente se fue diluyendo de su curiosidad hasta pasar al archivo del olvido. Otros sucesos más novedosos, -el final del campeonato de liga o la proximidad de los exámenes-, acapararon su atención.
Aquel verano volví al campamento de Cercedilla. Antes, animé a Paco para que se apuntara al Frente de Juventudes y así poder acompañarme en la aventura, pero sus padres se opusieron frontalmente al tema sin darle ninguna explicación. Lucas se marchó de veraneo a Santander y no supimos nada de él hasta septiembre.
Cuando regresé de Cercedilla, me sorprendieron las numerosas novedades que habían tenido lugar mientras estuve fuera. Luna se había tomado en serio el papel de ama de casa y puesto orden en aquel batiburrillo. Encontré cortinas en las ventanas, brillo en los muebles y disciplina en nuestros días. Una segunda Inma parecía resurgir… y yo tuve miedo otra vez, miedo a que se marchara como hizo ella, miedo a la soledad, al mal humor de mi padre, al abandono, a la miseria no compartida... Y por eso escapé corriendo calle abajo: para evitar volver a echar de menos..................

viernes, 10 de abril de 2009

El chat


Se despierta con la sensación, rara, desconocida sensación, la tiene desde hace un tiempo, bastante, mucho tiempo, que algo diferente, nuevo, inverosímil, le ha sucedido… y mira el esférico despertador oculto por la persiana cerrada hasta sus últimas consecuencias, y no es capaz de apreciar los números reflectantes, “están tan gastados como su dueño”, piensa, mientras se pone las gafas. Ahora sí los aprecia, “todo se resume en que no veo ni un carajo”, vuelve a meditar, y hace un esfuerzo considerable para levantarse de la cama, son las seis de la mañana, lleva durmiendo sólo tres horas, pero la inercia puede más que el sueño y eso de ponerse en pie a la misma hora que lo estuvo haciendo durante tantos años, le da sensación de continuidad…
¡Ya está!, deduce, fue anoche, durante aquel privado que hice en el canal, aquella chica que habló conmigo, bueno, que escribió, que me escribió… demonios, como se diga… bueno, la diferente, porque es diferente, de eso estoy seguro, va para más de tres años arrimado durante horas a aquellos canales de mentiras y exageraciones… y la de anoche no mentía, ni novelaba, la de anoche, Maite me parece recordar que dijo que se llama, pues eso, Maite es una persona normal, que escribe normal, que tiene unas normales expectativas en el tiempo y en el espacio, que dice que está ahí sólo por comunicarse, por conocer gente diferente, que no suele entrar como norma en los canales de chat, fue una simple curiosidad, se dejó caer al azar, y se describió como mujer de treinta y cinco, castaña clara, de ojos verdes, como de un metro sesenta y ocho y cincuenta y nueve kilos, divorciada sin hijos y abogado en ejercicio…
Increíble, ahora, a la luz del sol, el asunto le parece increíble, y el caso es que quedaron para verse, en Juan Bravo 25, y tomarse juntos unos aperitivos, y él sabe que no es tan fácil como parece, que hace más de siete años que se divorció y de tres que no sale con una mujer, que se ha prometido no volver a hacerlo nunca más… y se sobresalta de nuevo, está cogido en el cepo, se dejó convencer y ahora no le queda otra salida que dar la cara, esa misma cara donde hoy las arrugas campean a sus anchas, donde los párpados se sumen en una surcada ojera interminable y ancha, donde los labios ya no señalan hacia arriba, derribados a fuerza de sonreír sin ganas las gracias de los demás, donde los lóbulos de las orejas van alargándose como si de los del mismo Buda se tratara, donde los pelos inoportunos invaden unas zonas antes desiertas de cualquier vestigio de ese corte… Por eso, cuando se mira al espejo, no reconoce su rostro, aquel que está viendo no es sino el de un extraño que ha ocupado su lugar, que ha usurpado su nombre, que ha invadido su espacio, que ha resecado su mente…
Mira el reloj otra vez, como si a fuerza de verlo con tanta insistencia fuera a cambiar el paso implacable de las horas, a retrasar, o al menos ralentizar su avance, y decide volver a acostarse, aún es temprano, además, ¿por qué, para qué tener prisa? Lleva dos eternos y amargos meses sin tener nada que hacer. Veinte años de fidelidad a la empresa, pero nada cuenta, ningún currículum es válido, y lo pusieron en la calle sin más contemplaciones… regulación de plantilla, le dijeron, y la puta rúa, con derecho a indemnización, desde luego, faltaría más, una indemnización que no le llega, exagerando un pelo, ni siquiera para comprarse una nevera nueva… y también le queda el paro… no vas a perder mucho dinero… eres joven, podrás encontrar otro trabajo… comprende que la nueva política a seguir es la modernización y tú estás obsoleto para nuestros proyectos… ¡Como si fuera una laminadora, un telar sin lanzadera…! ¡Coño, vaya palabreja que usó el cabrón del jefe de recursos humanos, antes de personal y gracias! Y después de decirla, se quedó tan fresco, como si estuviera hablando con una computadora… ¡Ya le llegará la hora a ese pedazo de hijo de su madre!, piensa, cabreado hasta con los recuerdos…
“Trabajo por mi cuenta, soy ingeniero de caminos y monté mi propia empresa, me va muy bien, tengo más curro del que puedo abarcar…”.
¡Valiente embustero está hecho! Se arrepintió en cuanto lo puso, pero ya le había dado al intro y la cosa no tenía remedio… Maite le cree todo un personaje nadando en la lógica abundancia monetaria que trae aparejada su popularidad en el sector, sea cual sea ese sector, porque cría fama y échate a dormir, la fama es el medio más seguro para triunfar sea donde sea, y el triunfo acarrea dinero, y el dinero trae consigo el poder, y el poder a las mujeres… Seguro que, a estas alturas, Maite se considera la más afortunada por haber tenido el privilegio de que anoche le dedicase un cachito de su tiempo… Y vuelve a soñar despierto, a fabular, como siempre, a agarrarse con uñas y dientes a su mundo virtual, que es lo único que le va quedando… y se arrulla solo, como si fuera una paloma empollando sus huevos… y decide ampliar el tiempo de los sueños… y se arrebuja bajo el viejo edredón… y trepa otra vez hacia la inconsciencia inquieta de los momentos amargos…
El viejo transistor pasado de moda, que campea sobre la mesilla de noche, dice, incontenible:
“Voy sin saber adonde ir desde que tú ya no estás conmigo… y yo no tengo estrella que seguir… no encuentro un hombro en que llorar… adonde amor, adonde voy sin ti… sin unos labios que besar… sin sueños nuevos que vivir…”.
Y la voz de Francisco, y su triste canción, traspasan las fronteras del no ser ni estar e inciden frontalmente en su inquieto duermevela, taladrándolo con imágenes muertas de un pasado más muerto todavía…

Araceli se deja caer, agotada, sobre la cama de tres días sin hacer, no se siente con fuerzas, está materialmente rota de cansancio, lleva cuarenta y ocho horas sin pegar ojo, paseando su insomnio por los malditos canales del desengaño… Y ha mentido en todos y cada uno de ellos como en su día le mintieron desde todos ellos y cada uno, el daño todavía sigue vivo, sus cuarenta y seis años sin hombre no lo están, y no tiene culpa alguna de haber nacido como es, nadie es perfecto… sabe que sólo se puede clasificar en el grupo de las feas, nunca ha intentado que la encuadraran en otro bando que no fuera ese… y hasta estaba resignada a su condición de no hombres, pero apareció Lucas por aquel canal, y Lucas le pidió un privado, y ella aceptó… ¿por qué no iba a aceptar?, no hacía mal a nadie con ello… y luego le pidió otro, y otro más, y una fotografía… tuvo que comprarse un escáner para digitalizar la mejor y la más antigua sin que se notara que no hizo, sino encontró, y él mandó una postal, porque eso era lo que parecía el retrato del muchacho, una postal de un artista de cine y de los guapos, guapos, y dijo que no le importaba que fuera feilla, que lo importante está por dentro, y tu interior es una maravilla, y se comprometió a acercarse por el pueblo para conocerla en persona, no me importa la diferencia de edad, no me importa que me lleves diez años, añadió, continúas siendo una cría, tu mente es joven, muy joven, y tu espíritu más joven aún… y después comenzó a hablarle de cosas muy bonitas… y cuando llegó junto a ella le dijo al oído lo solo que se había sentido hasta que la conoció, y lo guapa que estaba, y le pidió quedarse en la finca… el pueblo queda lejos… no he traído coche… y ella aceptó, y lo aceptó también en su cama, e hizo el amor por primera vez a sus cuarenta largos, y supo lo que era un hombre, y se enceló con él, y no lo dejó marchar al día siguiente, y accedió, gustosa, a prestarle el millón de pesetas para arreglar ese problemilla que le hacía dar vueltas, insomne, toda la noches…
No ha vuelto a verle desde entonces, ni puede conectar con él por el chat, y eso que entra a cualquier hora, para decirle que no se preocupe por el dinero, que vuelva a su lado aunque sea por unas horas… Y siente incrementarse por momentos a la soledad apretando el cerco a su alrededor, y se alivia de la angustia delante de la pantalla montándose la vida a su modo y estilo, soñando despierta, engatusando hombres del mismo porte que Lucas… y mientras tanto, deja que la finca se la administre su cuñado, que buena pieza está hecho, y noche tras noche retoma el ordenador hasta el agotamiento…
Seguro que el hombre se lo ha tragado todo, para eso digitalizó la foto de su prima Nieves, diez años más joven e infinitamente más guapa, y le dijo que se llamaba Maite, le gusta ese nombre, le gustó desde que se lo oyó cantar a Mocedades con ese tenor… ¿cómo se llama?... ¡ah!, Plácido, Placido Domingo, eso es, y el señor ingeniero se lo tragó enterito… ¡Mira que es tonto el tal Martín! Porque así dijo que se llamaba: Martín, es un nombre corto, suena rotundo, redondo, imperativo… ¡Martín, ven aquí!... y se ríe para sus adentros, y piensa lo cerquita que estuvo de escandalizar al señor ingeniero, anoche andaba un poco salidilla, no le importa reconocer que le hubiera gustado jugar con él al ciber sexo, pero se contuvo, algo en su interior le estaba contando que aquel hombre no es como los demás, que el trato con él podía ser diferente, más limpio, más soñadoramente distinto, y, la verdad, resultó ser cierta su intuición, las horas merecieron la pena, se sintió trasportada a otro mundo, a otra ciudad, a otra gente… ¡Madrid!... ¡Cómo le gustaría vivir allí!... pero no se atreve, se sabe perdida de antemano, está acostumbrada al pueblo, a su finca, a ser la señorita Araceli, a sus perros, a su misa… y en Madrid no la conoce nadie, pasaría inadvertida, una fea más de las muchas que hay yendo aprisa camino del metro… nadie la saludaría por la calle…
“Si, no te preocupes, conozco la zona, sé donde dices…”.
¡Pues el apuro fue chico! Tiene que hacerse con un callejero de Madrid y aprenderse por lo menos las calles principales, menos mal que el chico estaba obnubilado, desconcertado, se lo ha creído todo, todo, hasta la foto se la tragó sin rechistar… ¡Cómo qué iba a estar sentada delante del ordenador si tuviera ese cuerpo y esa cara con la cantidad de hombres hambrientos que hay sueltos por ahí! Le encantaría que la tocaran, que la provocaran, que la pusieran a punto… está harta, hasta las narices, de tenérselo que montar sola, necesita un estímulo externo, una cara concreta, unas manos distintas… ya tiene más que gastado al de Lucas y no conoce otro recuerdo, y lo necesita, aunque sea sólo por una noche, aunque se vaya, como se fue el otro, para no volver… y si fuera la poseedora de esa cara y ese cuerpo prestado, está convencida que lo lograría, que conseguiría al que se propusiera, incluso al Eduardo, que es el ligón del pueblo y alrededores, su fama traspasa las barreras de la Mancha, seguro que lo conocen hasta en Madrid… Y es que el tío está más que bueno y además lo hace divinamente, se lo contó la Paqui, presumiendo de habérselo llevado a la cama, claro que de la Paqui no puede fiarse mucho, le encanta ponerle los dientes largos y la verdad es que se los puso… Y eso que la Paqui tampoco es una niña, los cuarenta ya no los cumple, pero la Paqui tiene una cara que apabulla, unas tetas de aquí te espero y unas piernas de las de antes… y encima está divorciada, sabe de qué va la historia, y cómo encandilar a los tíos, y para colmo, no tiene hijos, ni hace falta el preservativo, es estéril, y eso lo sabe el Eduardo, y a nadie le amarga un dulce…
Necesita descansar un poco, pero no sabe como hacerlo, la cama le resulta hasta incómoda, las piernas le pesan y le pican los ojos, le escuecen mucho, como cuando se echa el colirio para la irritación, pero no consigue dormirse, a lo mejor, contando borreguitos… y comienza a desgranar, lentamente, los números mientras piensa en sacos de paja amontonados, y su cuerpo se rebela ante semejante situación, el otro escozor, el sexual, está haciendo de las suyas… y se decide a poner la radio, puede que su murmullo la ayude a dormir, la radio es la compañera fiel de los insomnes, y de los solitarios, lo sabe, y la quiere, ama la radio, ha conseguido sacarla de más de un apuro, y la voz modular y grave de Francisco rompe el silencio de la habitación… está cantando..
“Adónde voy sin ti…”.
La canción la coge por sorpresa, la zarandea como si fuera un pelele, se estrella contra su rostro, invade su alma, inunda los recuerdos, vuelve a traer a su presente al cabrón de Lucas, su Lucas… y nota como el deseo se esfuma, como su sexo se cierra a cualquier cosa que se separe del recuerdo… y se deja caer sobre la cama, derrotada, hundida, náufraga entre lágrimas incontenibles… y sin sentir, imperceptiblemente, lentamente, tan lento y pausado como la llegada de la muerte, va quedándose dormida. arrullada por su propio llanto.

Cierra el ordenador, rendida de tanta tensión como acaba de poner en el privado con ese desconocido y mira el reloj, son las seis de la mañana, el tiempo ha pasado sin sentir, y se da cuenta de la humedad que crece entre sus piernas, el puñetero ha tenido la habilidad de excitarla como si fuera todavía una colegiala, y eso que los tiempos de uniforme y monjas quedan ya muy atrás, idos en busca de otras caras, de otros modos, de otras costumbres que también quedaron perdidas en el desván de las cosas inútiles, vacías de ser y de existir, superadas por la velocidad conque evoluciona su vida, la vida de todos cuantos la rodean…
Déjate de filosofías baratas, Ana, y pon remedio a la situación, se dice, a la vez que roza con suavidad su sexo abierto a la caricia. Porque su marido está dormido, y profundamente. Su marido, de un tiempo a esta parte, toma pastillas para poder conciliar el sueño, dice que es un relajante muscular, “la hernia discal me está matando”, pero sabe que miente, conoce el Orfidal, sabe para qué se receta… Además, el contacto entre ambos terminó hace mucho, mucho tiempo, Emilio ya no le provoca, sus manos han perdido la virtud de hacerla volar, por eso se pasa las noches delante del ordenador, soñando situaciones irreversibles en el tiempo, diciéndose a sí misma enamorada de alguien que una vez amó, inventándose sobre la marcha al hombre que duerme junto a ella, creando supuestas madrugadas de color de rosa, ensalzando virtudes que sólo se dan en su imaginación… Todo el canal sabe que está casada, “y bien casada”, dicen, y están en la creencia que su marido trabaja por la noche, y que por eso ella está ahí, esperándole despierta para darle el beso de consuelo y agradecimiento por el esfuerzo… Y todo el canal la respeta, ninguno osa pedirle un privado, sería como profanar la institución… y puede permitirse el lujo de elegir, y suele hacerlo con visitantes esporádicos a los que vuelve locos con su incontenible verborrea… Se conoce los trucos, son muchas horas de incidir sobre lo mismo… y su ego se crece al saberse vencedora en todas las circunstancias… Pero esta noche la cosa no ha resultado así, esta noche, el forastero le ha sacado a flote hasta el alma al desnudarla del todo, no le permitió ni un resquicio por donde escapar, la obligó a confesarle su infelicidad, su vacío, sus miserias de todos los días, su fracaso, sus ansias ocultas… Incluso ha llegado a contarle que piensa separarse de Emilio… Le ha mentido en el resultado, pero no en las intenciones, es una posibilidad que está fijándose a su mente como posible huida hacia delante. Sólo hay un inconveniente, y es el económico. ¿De qué va a vivir? No ha trabajado nunca, en sus treinta y nueve años de niña mimada y luego de esposa consentida, no ha dado un palo al agua, y lo peor del caso es que no sabe hacer nada, ni escribir a máquina. La carrera yace, olvidada, colgada en la pared. Licenciada en filología hispánica. ¡Anda, casi nada! Lingüista ella, que escribe con faltas de ortografía… Y Emilio no va a consentir en alimentarla eternamente… Le cabe la posibilidad de buscarse un hombre de posibles, como dicen los del pueblo, pero eso significaría volver otra vez a lo mismo que ahora tiene. Además, ya no es una niña, y no es que esté hecha un adefesio, pero tampoco conserva aquella figura veinteañera, y las patas de gallo, bueno, el gallinero entero, está instalándose precipitadamente en sus ojos… y tiene un hijo de quince años que no va a entender nada de nada… Es mejor dejar que el tiempo pase y decida, piensa, mientras se dirige al cuarto de baño. Todavía no se ha quitado el rimel y tiene que ponerse la hidratante nocturna, hay que cuidar la piel, no tenemos más, vuelve a filosofar en sus concesiones, y otra vez la tentación se apodera de su mano, el extraño ha vuelto a hacérsele presente, y con él, la charla de más de dos horas… y se acuerda que en el irc tiene que estar grabado el log de la conversación, no conviene dejar rastro, su marido podría hurgar más de la cuenta y encontrarse con el pastel, no le haría ninguna gracia, de eso está bien segura, su marido la cree firmemente enamorada, perdida por sus huesos… ¡Pobre tonto! ¡Si supiera la verdad de la historia…! Pero no va a enterarse, no puede enterarse, todo se vendría al traste, su comodidad, sus compritas diarias, la asistenta, el coche para que vaya donde quiera ir… todas esas cosas, y alguna que otra más, salen de la cartera de Luis y no es cuestión de arriesgar dicha cartera y lo que ella conlleva… Y de nuevo, evoca al pervertido ese que la ha puesto a cien por hora… fue ella quien entró al trapo, debía haberle cortado cuando lo vio venir, pero no lo hizo y ahora anda más salida de lo socialmente permitido… y no quiere masturbarse, está hasta el pelo de recurrir a semejante desahogo, necesita un hombre, un macho, un latino, como le dijo al elemento… y necesita que sea brutal porque también necesita sentirse poseída, mancillada, violada en lo más íntimo… pero la ciudad es pequeña, y cotilla, y su marido tiene un cargo muy importante, y si se le ocurriera buscar al citado desahogo en sus calles, no iban a tardar ni cinco minutos en ponerle en antecedentes… sería preciso que pudiera irse sola por unos días, pero no es fácil, Emilio suele pegársele como una lapa a la piedra… Aunque no dice nada, ni lo insinúa siquiera, sabe que no se fía de ella… Debe transigir un poco más en el asunto cama, está pasándose con tantas restricciones… ¡No le apetece, coño! No le apetece ni pizca que la toque, que la roce siquiera, le ha cogido asco, se le ha quedado atrás, necesita otro hombre, otro pene, otras maneras… ya se lo dijo al diablo, ese era el nick de forastero, diablo, debía haberse percatado del significado, tuvo que abstenerse de llamarlo, ahora es tarde para las lamentaciones… y se lo dijo bien clarito.
“Si hago el amor con otro que no sea mi marido, seguro que tengo multitud de orgasmos, pero con él la cosa no resulta”.
Lo escribe así, con esas mismas palabras, está reflejado así en el log que ahora tiene delante, no hay error posible… y también le confiesa:
“No me importaría la penetración anal, pero mi marido es un antiguo, no me lo ha pedido nunca…”.
Se ha dejado ir demasiado, está dándose cuenta al ir repasando cuanto escribió, pero la cosa ya no tiene remedio… Y el diablo le pregunta si está mojada al pensar lo que piensa y escribir lo que escribe, y lo estaba, pero se lo negó...
“¿No te moja pensar que puedes pegarte una noche loca?”.
“Siiiiiiii”, le contestó.
“Entonces, ¿por qué me niegas que estás mojada hasta los tobillos?”.
Tuvo que decirle la verdad, confesarle que tenía razón, que sólo fue un lapsus, e intentó despedirse, estaba avergonzada, se había pasado cantidad, pero él no la dejó, le preguntó si le gustaba el número 69… “es un número muy bonito, y muy simétrico”, fue su respuesta, está leyéndola, no hay posibilidad de equívoco… ¿Y si el tal diablo fuera un amigo de su marido? ¿Y si Emilio le ha pedido que entre en el canal para contactar con ella y enterarse de lo que dice o deja de decir? La sola idea le hace temblar…
¡Qué le den morcillas a todo!, se dice, y sin ningún miramiento, deja resbalar sus dedos sobre el clítoris para que hagan lo que tienen tantas ganas de hacer… Necesita alcanzar, como sea, unos minutos de relax y por el mero hecho de masturbarse una vez más, sólo se hace daño a si misma...

Cuando cierra el ordenador nota que le falta algo, o alguien, lleva más de ocho horas metida en los canales y está atontada, vacía de ideas… y repasa en su memoria la situación de las cosas, le duelen los ojos, va a terminar fastidiándoselos del todo, está avisada.
“No es un juego lo que tienes, María, tómatelo en serio, por favor”, le había dicho el oculista en la última revisión. Pero es incapaz de hacerlo, necesita de ese maldito aparato, precisa del contacto reconfortante de comunicar, hablar con los amigos virtuales, a muchos de ellos no los conoce ni por fotografía… no importa, sabe qué son, y que se sienten tan abandonados como ella, es consciente de su soledad, de su vacío, de su fracaso… el matrimonio fue una farsa, sus hijos son unos aprovechados, su trabajo, prescindible, ya no le ilusiona trabajar, no encuentra el aliciente necesario para aguantar la larga jornada después de casi no dormir por las noches, y podría aprovecharse del problema de sus ojos, ningún tribunal rechazaría la jubilación por incapacidad, se lo ha dicho su médico bien clarito,
“Otros que ven mejor que tú están vendiendo cupones, María”.
No le interesa lo que hagan los demás, nunca ha intentado compararse con nadie, cada uno es cada cual con sus cada cualas, piensa, a la vez que se frota los ojos para intentar quitarse esa telilla que le emborrona todo, incluso las ideas, incluso los recuerdos…
Estira el pie mecánicamente y no encuentra el contacto… y los acontecimientos recientes vuelven con la misma intensidad de hace unas horas, y sabe quien no está, quien se ha ido para siempre… ¡su perra! Y es ese nuevo hueco lo que extraña, el vacío que su cuerpo ahora no ocupa… ni tampoco surge desde el suelo su calor… ni siente su aliento sobre los tobillos, aquel aliento que le permitía continuar anclada en el mundo de los vivos aunque sólo fuera por un leve hálito caliente y esponjoso… y siente unas enormes ganas de correr en su búsqueda, de integrarse en el cielo de los perros, un cielo que no le corresponde, pero que sin duda existe… un cielo donde su perra, libre al fin de los dolores del último día, volvería a correr junto a ella al igual que lo hizo durante aquellos años de desamor salpicados de oscuras intenciones…
Tiene que agradecer a su amigo que le aguantara el desahogo, ahora recuerda, ¡vaya nochecita que le ha dado al pobre Enrique!, las lágrimas casi cortocircuitaron al ordenador, y era el suyo un llanto manso, sin rebeldía, apropiado a la misma mansedumbre de la que acaba de irse, un llanto reparador de culpas propias, arrepentimiento de algo indefinido, pero concreto, que se pasea por su alma como una sombra en busca de contenido, que no le concede ninguna pista, ninguna ventaja para luchar contra la sensación… es su purgatorio particular, su marchita imagen de un abstracto pasado imposible de plasmar contra el lienzo desnudo de la pared del cuarto… Y él le ha inundado de Dyango. Durante las largas horas en las que el pobre tuvo que soportar sus ataques de histeria, estaba histérica, lo reconoce, se lo reconoce al espejo del cuarto que, acusador, le está devolviendo una irreconocible imagen de si misma, se dedicó a mandarla toda la colección de mp3 de ese cantante. Le encanta Dyango, con su voz distinta, sus canciones llenas de sentimiento, su resignación ante lo inevitable… También le gustaba a ese cabrón que la dejó tirada sin contemplaciones… ¡Y pensar que se jugó su matrimonio, su seguridad, por semejante individuo…! Lo conoció, ¡como no!, en el canal, donde se había refugiado para paliar lo que entonces pensaba como una soledad insalvable, su fracaso de treinta años de casada, su aburrimiento, su monótona monogamia… Y necesitaba al hombre distinto, al hombre que volviera a hacerla reír sin ambages, sin contemplaciones, que la retornara a aquellos tiempos donde se sentía mujer plena y deseable, dominadora de situaciones y voluntades… Y ese hombre apareció como por casualidad, era brillante, ágil, sabía decir las cosas… y encima guapo. Coincidieron en una quedada del canal, a la que se empeñó en ir pese a la oposición frontal de su marido, y sucedió lo que tenía que suceder, y gozó con él como si volviera a cumplir veinte años, y se sintió capaz de todo aquella noche, y quiso guardarla en su memoria, y fijó la vida en unas horas… Su marido no era tonto… le preguntó.
“Si, tienes razón, quiero a otro, estoy enamorada de otro, y me he acostado con él”.
¡Qué ingenua fue! Nunca olvidará la respuesta del maldito teléfono…
“Me parece que te has equivocado del todo, María, y estás confundiendo un buen polvo con otra cosa totalmente distinta… Te aprecio un montón como amiga, y follas muy bien, lo reconozco, no me importaría repetir… pero hasta ahí”.
Y el dolor del rechazo se unió al de la ausencia definitiva, y su vida cambió, se transformó en un constante insomnio que la imposibilitaba para todo, y sus ojos comenzaron a pasarle factura, y se negaron a continuar mirando en la distancia desesperanzada, y sus días se convirtieron en algo sin rumbo y sin contenido… Solo su perra la salvó, la obligó a continuar, le recordó lo importante de querer, lo fundamental de sentir… Y volvió al canal con otro ánimo, con otra perspectiva… Fue entonces cuando coincidió con Enrique, su alma gemela, su sufridor particular, su consolador de malos ratos… Porque Enrique es casi tan desgraciado como ella si no lo es todavía más… no hay medida para las sensaciones, las sensaciones son subjetivas, personales, intransferibles… A Enrique también le han dejado tirado, aunque por diferentes motivos, porque Enrique fue víctima, no verdugo, y también del maldito chat… ¡Cuántos matrimonios, cuantas parejas se han roto por culpa de este santo nombre!... Y ahora era él quien estaba enganchado, “para consolarme de la ausencia”, le había confesado aquella noche de confidencias y sinceridad… y lo comprendió, supo lo que quería decir, todo lo que quería decir…
Mira por la ventana y ve las primeras luces del alba intentando abrirse paso sobre una Barcelona atestada de sueños y fracasos, de promesas e incumplimientos, de dulces anocheceres y amargos despertares… y pone la radio, le da igual la emisora, necesita oír hablar a quien sea, aunque esas palabras apenas le recuerden que está irremisiblemente viva… Y otra vez su llanto salpica la almohada arrugada de ausencias, y se enreda por su pelo, y busca la vieja alfombrilla ahora vacía que, estúpidamente, aún continúa colocada a su lado…

Le encanta la noche, se encuentra a sus anchas en ella, imbuida en la magia de las horas distintas, encelada con el misterio que supone vivir del revés, encandilada en esa mentira que atrae irremisiblemente a las almas cándidas hacia el vacío que conoce tan bien, a sentarse ante un teclado como ese que suele enredarse entre sus dedos más de la cuenta, dedos llevados al extremo de lo imposible en su afán de dejar impresas todas sus defraudadas prisas… Porque así quiso vivir desde que era bien pequeña, desde que decidió compensar su cortedad, su vergonzosa actitud frente a los demás con aceleradas incursiones en unos terrenos poco propicios para esa timidez que la hacía atragantarse de malos ratos. Y pasó de ruborizarse a ruborizar, a convertirse en la más audaz, la más descarada, la más incisiva… Quiso reunir entre sus manos todos los más posibles de aquel canal al que llena de vida con sus rebeldes gritos virtuales… y la noche que acaba de irse ha resultado de lo más profusa, y la más gratificante de los últimos tiempos… Tuvo suerte, se le ocurrió pedirle un privado a un pardillo entre los pardillos… Se ha despachado a su gusto, lo crucificó, le dejó pegado a la pared… y le importó muy poco sus lamentos de perro apaleado. ¡Qué más da un amargado más en la vereda! Todos los que están conectados tienen problemas, por eso no duermen, por eso se pasan las noches encadenados a aquella esperanza en forma de pantalla de televisión que tanto les defrauda y a la vez tanto les promete. Nunca llega el sueño y no llega porque los sueños sólo son eso: sueños, irrealidades de un mundo virtual más irreal todavía, contrastes imposibles de soportar en el quehacer diario, por eso, cada noche, los malditos como ella, le dedican más y más horas a la otra vida, la que de verdad les apetece, que ansían conocer y por la que aspiran transcurrir… y así se van enganchando a un sin salida que parece lo contrario, sólo que al final del largo pasillo del devenir demuestra que lo es…
Tiene que apresurarse, no puede faltar a Civil, es la asignatura más difícil de las que le faltan para terminar en junio la carrera… y además hoy no va el catedrático, hoy le toca dar la clase a Rodrigo, el profesor titular, y Rodrigo le encanta, le enamora su timidez, su retraimiento, su vergonzosa respuesta a la audacia, se ve reflejada en él, identificada con él… y comprende a la perfección todas y cada una de sus reacciones… y las comparte… Tampoco le es indiferente al muchacho, lo sabe, le ha sorprendido en diversas ocasiones mientras la miraba a hurtadillas, robando su imagen con premeditación y alevosía… es mujer, conoce el significado de los reojazos de los hombres aunque esos hombres sean tan tímidos y tan retraídos como Rodrigo. Las miradas siempre dicen lo mismo y señalan, la mayor parte de las veces, unas metas inalcanzables, unos deseos irrealizables, unas ilusiones de lo diferente que suelen diluirse en el sopor de los días de cielos parecidos, en la monotonía de la gente igual, en la repetición de las situaciones parejas… Y Rodrigo también lo sabe y, sin duda, tiene miedo a caer en el pozo sin fondo de la rutina ya escrita desde siempre… por eso no se lanza, por eso deja pasar las horas sin siquiera insinuarse, limitándose a ponerse como una grana si ella le presenta cualquier excusa para hablar los dos…
Cuando está con Rodrigo, le sucede como en los chat, se crece, sabe que ella es quien domina la situación, es consciente que él está más que acomplejado en su presencia, y disfruta haciéndole pasar por los reglamentarios apuros. Académicamente, es el enemigo, uno de los obstáculos que ha de saltar aún para finalizar los cinco años, que han pasado en un suspiro, pero le gusta como hombre, le gusta mucho, y sueña con sus brazos en las noches de fiebre e imaginación. Se ha sentido poseída por él en multitud de ocasionas, posesión que luego suele trasladar al reino de lo virtual, que convierte en experiencias ciertas y probadas porque no posee otras, es técnicamente virgen y amorosamente también está inmaculada, nunca ha podido superar la violencia del encuentro con un hombre, y tiene a su disposición todos cuanto quiera tener, es una chica atractiva, por no decir muy guapa, lo sabe, pero se muere de vergüenza solo con pensar en una mano masculina subiendo por sus piernas, curiosamente, excepto la de Rodrigo. A ése si le da toda la beligerancia… y se excita con su recuerdo… y lo utiliza sexualmente para bajar su presión de virgen inconformista…
“Si todos los hombres fueran como él, mi virginidad sería historia”, piensa, mientras se apresura en su quehacer. Con tanta rememoración, se le está haciendo tarde para la primera clase y no es cuestión dejar irse las escasas ocasiones que se le presentan para verlo, tiene que aprovecharlas, y, mientras lo hace, pedirle a Dios que él se de cuenta que existe y está ahí, muy cerca, al alcance de sus brazos, dispuesta a todo, incluso a ser feliz…
El día, turbador amanecer de realidades, acompaña y estimula al tenue estremecimiento que sacude, cuando se hace la luz, a aquellos moradores de lo distinto, pregoneros de lo imposible, fabricantes de sueños e ilusiones que sólo sirven para tapar, por unas pocas horas, sus descarnadas miserias puestas de manifiesto fuera de ese mundo virtual que forma parte indeleble de sus horas, terrible simulador de engaños en cadena con visos de fantástica realidad, necesarias mentiras que incluso llega a creerse el mismo engañador, al igual que también se lo cree el engañado, y es que la ilusión es fundamental para poder seguir superviviendo sobre la faz de este jodido planeta.