miércoles, 4 de marzo de 2009

El baile




Cuando la elegante berlina se detiene ante la puerta principal de la mansión de los señores marqueses de Amezcua, Carolina duda un instante antes de dar la mano al joven lacayo que, servicial, acaba de abrirle la puerta e intenta ayudarla a bajar. Es consciente de que en sólo unos instantes tendrá que enfrentarse a su mundo, el mismo que un día no muy lejano intentó dejar atrás, para enredar sus pies en aquel otro mundo plebeyo y sin ambiciones donde Luis le pidió que estuviera, alejada de clases sociales, convencionalismos y absurdos y aburridos protocolos que conseguían exasperarla. Porque Luis no era de los suyos. Había irrumpido en su vida de un modo explosivo en contraste con su entorno, del mismo modo que el arco iris se resalta sobre la negra nube cargada de agua y malos tiempos.
-Tenga cuidado, señora, y fíjese donde apoya el pie. El coche ha quedado justo encima de un charco. Todavía no hemos tenido tiempo de adecentar el camino de tanta agua coma ha caído esta tarde-, le aconseja una monótona voz que no es capaz de identificar con la persona que le tiende la mano. Una voz que no pinta nada. Una voz que está interponiéndose entre ella y sus recuerdos. Una voz a la que nadie ha dado permiso para qué esté allí. Una voz impertinente, inoportuna…
-Gracias-, responde, desabrida, a la vez que, sujetándose a aquella mano cargante, entrometida incluso, se deja deslizar fuera del carruaje para, acto seguido, encaminar sus pasos hacia la entrada reverberada de luz y violines.
También se había sujetado a la mano de Luis aquel día del paseo por el bosque, cuando resbaló en la precipitación de corregir a su hijo Gonzalo, galopador incansable, mareante ciclón de vueltas y revueltas…
-Déjelo, es un crío, y está contento por tenerla cerca. ¡Usted se deja ver tan poco!
Le molesta semejante comentario. ¿Quién es el maestrillo para siquiera insinuarle su pretendida obligación? Tendrá que hablar seriamente con su marido sobre el asunto. No le gustan las confianzas y menos aún las que provienen de gente a su servicio. Si ha aceptado acompañarles en el paseo se debe, exclusivamente, al empeño del niño por estar cerca de ella. Tiene que compensarle de los dos meses de ausencia, se lo debe, pero no tiene deuda alguna con su preceptor, y menos aún la obligación de aguantar sus impertinentes comentarios fuera de lugar…
-Buenas noches, Carolina. No sabes el placer que me produce volver a verte-, oye susurrar al beso de su tía, anfitriona y dueña de aquella mansión hoy abierta a la curiosidad de los cientos de invitados que están invadiendo el enorme salón. -Siento mucho que tu marido no se haya decidido a venir, pero comprendo sus motivos. No debe resultarle nada fácil superar ciertas cosas…
¡Su marido! Siempre a rastras con sus complejos, sus frustraciones de niño postergado, sus salidas de tono… Y todo, para acabar implorando y consintiendo. Falto de personalidad, incapaz de tomar decisiones que impliquen una elección definitiva... Ahí continúa, a su lado, impertérrito, como si nada hubiera sucedido, eliminando de un tijeretazo cuatro meses de traiciones, de abandono, de humillaciones… ¡Cómo si eso fuera tan fácil! ¡Cómo si la memoria se asemejara a la pizarra escrita y borrada a voluntad! Pero él, como si nada, haciendo caso omiso de una realidad objetiva e inconmovible a la que opone su firme deseo de imaginar, fabular, mentirse a sí mismo hasta convencerse que los hechos han sucedido tal y como se los dicta su imaginación. Que los cuatro meses se reducen a meras habladurías de la gente envidiosa y chismosa. Que ella jamás se ausentó de su lado ni un solo minuto…
Había regresado a su casa porque no tenía otro sitio donde ir. La muerte de Luis fue una muerte impensada, inapropiada, fuera de programa, absurda en el espacio y en el tiempo… Y sobre todo, inoportuna. La dejó en el más absoluto de los desamparos. No le quedaba otra solución que rebajarse y pedir perdón, aún a sabiendas de su nada airosa situación… Pero la actitud de su marido, al recibirla con la mayor naturalidad y sin ningún rechazo, (ni siquiera le deslizó el más mínimo reproche ni la menos capciosa de las preguntas), logró disipar en un instante su miedo a un repudiado futuro que la hubiera condenado, para siempre, al deshonor y a la miseria. Por todo aquello, tenía que estarle eternamente agradecida. Debía respetarle, y hasta intentar volver a quererle sin paliativos, como le quiso en aquel lejano día de la primavera de mil ochocientos cincuenta y nueve, plagada de rubores y sofocos propios de una adolescente de apenas trece años que conoce al hombre destinado a ser su futuro esposo. Hombre que cumplía a la perfección con sus más exigentes requisitos y llenaba sus expectativas de niña romántica y soñadora, perdida entre la imaginación desbordada y el juego a ser mayor.
Asida al brazo de su tía, se deja llevar, como deslizándose, por el ancho pasillo de acceso al salón, mientras saluda, ausente, a las numerosas personas que, curiosas, se acercan hasta ella para cerciorarse que no hay error, que es la mismísima pública adúltera quien está desfilando ante sus asombradas barbillas sin el menor asomo de pudor o arrepentimiento. Dispuesta a refregarles por la cara su escandaloso proceder, a hacerles comulgar con ruedas de molino, a obligarles a elegir entre soportar su presencia o abandonar la fiesta, con el consiguiente desaire que supondría hacia la aristocrática y siempre poderosa anfitriona…
Nota cómo los corros acusadores van cerrándose a su paso, pero le trae sin cuidado, alguna vez tenía que dar la cara ante esa sociedad hipócrita que aprovecha cualquier error ajeno para justificar los propios ante el espejo de su laxa conciencia. Sabe que se ha convertido en la víctima propiciatoria que tapa los pecados del mundo. No le cabe duda alguna que la primera piedra la arrojará la persona que más tenga que callar. Es un modo como otro cualquiera de justificar una conducta injustificable, de aplacar los propios remordimientos… Nada importa ya, la muerte acaba de encargarse de enterrar sus ansias de ser feliz, su desespero por salir de aquella rutina dorada de los días iguales, su monótono discurrir por una existencia vacía y sin proyectos. Ni siquiera su hijo, la única verdad que siente a su lado, reúne la intensidad suficiente como para hacerla ilusionarse en el proyecto de volver. Menos aún su marido, convertido hoy, para la sociedad hipócrita, en el mártir inocente de su vieja culpa. Cornudo generoso y bueno, capaz de tragarse en silencio el difícil bocado de su presencia, pero a la vez en el papel del tonto de la historia. Hazmerreír de todos los maridos, incluso de aquellos que, sin saberlo, se encuentran en su misma circunstancia, sólo que dentro de los cánones del hermetismo y la prudencia, aunque el hecho sea del dominio público y sus protagonistas se den la mano a diario…
Ahora vendrán los acosos nada disimulados de los que piensan ganársela fácilmente, y las habladurías de los presuntos candidatos que elevarán al rango de legendarios sus deslices ciertos o supuestos, así como la envidia de las muchas que hubieran deseado fervorosamente haber tenido el valor de actuar como ella lo ha hecho… Esas serán las peores, las más implacables, las más resentidas, las mayores detractoras. Dejarán destilar su rabia por el escote abierto a la sorpresa… Le da igual. Todo está acabado, muerto, perdido en la vorágine del tiempo sin retroceso. También ella se sabe muerta, pero condenada a continuar, abocada al camino de lo inútil hasta que el plazo se cumpla, hasta que agote el último segundo de estar sin él…
La muerte invita a la vida. Es el contraste, la consecuencia de la intensidad de lo breve. Como breve ha sido su felicidad. Apenas un leve respiro en la noche de la insumisión. Apenas un rayo de sol en mitad de la negrura de la tormenta…
De repente, como surgido de la nada, aparece ante ella el hombre diferente. Es la primera vez que le ve; lo hubiera recordado, ni su cara, ni su figura, son fáciles de olvidar. Se aproxima hacia donde está sin la menor vacilación y le hace una cortés reverencia antes de presentarle sus respetos y darse a conocer. Después, sin más ceremonia, la invita a bailar. Acepta, encantada, estremecida ante la posibilidad de sentirse rodeada por aquellos brazos tan masculinos, ansiosa del contacto contra su cuerpo, atraída, irremisiblemente, por la química de un hombre distinto a cuántos hasta ahora se han cruzado en su camino... De repente, la fugaz imagen de Luis termina por desvanecerse en el aire, ida tras su cuerpo enterrado y marchito, y sus propósitos de enmienda emprenden veloz retirada hacia el mundo de las promesas jamás cumplidas.
Cuando aquel desconocido la toma de la cintura, cree desfallecer… Y accede como en sueños a su deseo de perderse los dos en el frondoso bosque cercano a la mansión. Nadie va a echarlos de menos: la fiesta se halla en su cenit y los invitados pendientes de sus respectivos proyectos. Únicamente su tía, que la vigila como un halcón, podrá notar su falta, pero ya encontrará la pertinente excusa para salir del paso. Además, ¿a quién puede hacer daño por dar sólo un paseo bajo la tranquila noche llena de estrellas? Porque todo va a limitarse a eso: a andar un poco por el arbolado parque, a juguetear, a volver a ser voluble y coqueta… A sentirse mujer, en definitiva.
Abre la boca para dejar que penetre la intrépida lengua reclamadora de ir más allá, mientras un urgente cuerpo la aplasta contra el muro que deslinda el campo abierto… y se siente desfallecer… y sus piernas, abiertas a la fuerza por el impulso de aquella rodilla, comienzan a temblar de un modo incontrolado… Sin tiempo para recuperarse de la sorpresa, nota como las manos de aquel hombre levantan, ávidas, sus encajes hasta llegar a la cinta impedidora del acceso a su sexo, que rompe sin el menor miramiento a la vez que la empuja hasta el mojado suelo donde queda a su merced, sin capacidad de resistencia, inmovilizada por la virulencia del ataque. Penetrada, después, de un modo brusco, zafio, desprovisto de todo rastro de amor, siquiera de respeto. Ahogada luego bajo su agitado peso muerto, inmóvil...
Tan de improviso como se ha lanzado sobre ella, el violador, ¿podría llamársele así?, se levanta de su cuerpo, recompone sus ropas y desaparece de la escena. Siente unas enormes ganas de llorar, una angustia infinita, un asco profundo de sí misma, del hombre que ha traicionado su confianza… Y el recuerdo de Luis quiere llenar otra vez de contenido su vacía mente, pero Luis está muerto, ido para siempre de sus días, perdido en el éter de lo imposible… Y de nuevo rompe en llanto. Son las mismas lágrimas que lloró cuando aquel maldito carruaje desbocado la alejó definitivamente de sus sueños...
No puede precisar el tiempo que está sin moverse del suelo, absorbida por la humedad que se filtra hasta su cuerpo, sin atreverse siquiera a contemplar el destrozo que la mano de aquel desconocido ha hecho en sus ropas. Después, con una lentitud infinita y propia del vacío que la invade, se incorpora y trata de andar hacia la casa. Necesita entrar sin ser vista, para borrar de su atuendo las huellas del revolcón y de su memoria todo cuanto acaba de suceder, pero una sombra se interpone en su camino. Y otra vez vuelve al suelo de su deshonor. Y de nuevo siente el aliento febril del hombre sobre su cara. Y cómo sus piernas se abren a la fuerza. Y se repite la penetración, sólo que ahora con más saña, con más desespero, con más odio si cabe… Y cree morir bajo el empuje de aquel hombre diferente que también se apresura a huir entre los árboles una vez concluida su abominable tarea.
Esta segunda vez no le quedan fuerzas ni para llorar. Como inmersa en una pesadilla, deambula sin rumbo largo rato hasta que, de una forma casual, da con la entrada de la casa. Escurriéndose como puede entre el tumulto, corre escaleras arriba y se encierra en la primera habitación que encuentra a mano. Allí, trata de poner orden en su vestido, se deshace del destrozado calzón, ahora inservible, recompone lo mejor que sabe su revuelto peinado y borra hasta cierto punto los rastros que las lágrimas han dejado en su rostro…
-Carolina: ¿estás ahí?
Es la voz de su tía que, desde el pasillo, reclama su presencia. Se apresura a salir del cuarto y, enmascarándose en una forzada sonrisa, se acerca hasta dónde está ella.
-Me dolía un poco la cabeza y he preferido echarme un rato antes que la jaqueca fuera a más.
-Hace unos minutos que llegó tu marido y está preguntando por ti. Ha querido darte una sorpresa, cariño, y demostrarte hasta qué punto sigue queriéndote, no es nada fácil su papel en esta casa y ante tantos amigos…
Asiente con la cabeza. Es la primera sorprendida en semejante devoción por parte de su esposo, y admira su osada valentía para reconocer su perdón ante una sociedad que nunca perdona. Y jura que jamás va a dejarle solo, que recompensará aquel amor con todas sus fuerzas…
-Hola, Carolina, ¿conoces a...?
Siente como la sangre se niega a seguir circulando por sus venas, mientras un misericordioso velo, negro como la noche, nubla su vista y su entendimiento. Al pie de la escalera, su marido, cogido del brazo de su otro violador, sonríe a la venganza.

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