jueves, 30 de abril de 2009

La calle



Por sistema, la tarde me sorprendía subiendo la cuesta, resbalando sin tregua por sus aceras llenas de baches y mierdas de perro que poblaban la triste falta de sol donde me crié. Portales con olor a meada de gato y solterona desesperada y sabedora de su incapacidad para perder el virgo ni aún por equivocación del violador. Tristes vecinos en camiseta y bata de flores, gritadores de su miseria en el mensaje de su mediocridad. Seres adentrados en un pozo sin escalera que cada día les aislaba más y más de un cielo del que jamás sospecharon la existencia.
Todavía bailan en mi recuerdo los ennegrecidos azulejos de la cocina donde mi madre biológica, no consintió en serlo de otro modo, se abrasaba las pestañas atizando un enmohecido carbón rebelde a dejarse quemar y guisoteando luego aquellos platos de mucho líquido y poca sustancia que tomábamos muy calientes para no preguntarnos a que sabían y qué era aquello que flotaba dentro. Platos de raquitismo y racionamiento. Platos del no crecer, en una posguerra salpicada de estraperlo, derrota de casi todos, radios de galena, alpargatas, camisetas de tirantes y pañuelo con cuatro nudos para tapar del sol la coronilla del desespero…
Mi padre fue de los ganadores, aunque murió sin llegar a comprender qué fue lo que realmente ganó. Cuando se licenció del ejército, para incorporarse a su nuevo empleo de bedel en aquel instituto, ya no se parecía, ni con mucho, al campesino de veinte años que partió de Zamora, junto con otros mozos, para “salvar” a España de sus otros “salvadores”.
Por más insistencia que puse en conocer, nunca quiso contarme sobre la tragedia. Las más de las veces, le preguntaba con el único fin de lograr que se sintiera protagonista de algo, pero el continuo rol de eterno subalterno había desarraigado sus ganas de sentirse importante siquiera delante de su hijo mayor. Se había condenado de antemano por un pecado de anulación del que no era culpable.
Mi madre era oriunda de la Capital. Hija de un albañil de la C.N.T. muerto en el asalto al Cuartel de la Montaña, pasó hambre en la guerra y más aún en la paz, pese a ser la mujer de un vencedor. Conoció a mi progenitor cuando éste entró en Madrid, Universitaria arriba, y se casó con él en cuanto pudo, pienso que para huir de la represión y la miseria. Si me enseñó a rezar de pequeño, ni me acuerdo. Sólo la identifico con la hora de comer y lamentándose cada cierto tiempo por una futura boca más que alimentar. Vivió entre humos, tres partos y numerosos alborotos, hasta que un buen día llegó a la conclusión que allí estaba de más y se marchó sin decirnos dónde iba. Mi padre no se molestó en salir en su búsqueda, ni tampoco nos dio explicación alguna de tal ausencia. Se limitó a traer otra mujer a casa, más joven y más limpia, para que ocupase su lugar en la cocina y en la cama.
La llegada de Inma, así se llamaba la nueva habitante del fogón, introdujo cambios sustanciales en nuestra forma de vivir. Pronto, casi de forma inmediata, la comida varió para mejor en cuanto a aspecto y sabor se refiere, aunque yo seguía queriendo ignorar, por mera prevención, el origen y la procedencia de sus ingredientes. También la bañera comenzó a funcionar de forma regular, y supe del placer de mudarme de ropa interior cada dos días. Mis hermanos dejaron de tener irritada la nariz de tantos mocos, y las liendres desaparecieron de nuestras cabezas por arte del Z.Z. que, generosamente, Inma desparramaba sobre ellas a pesar de las tan continuadas como inútiles quejas. Aquel desinsectante picaba lo suyo y nos dejaba los ojos colorados como tomates.
Mi padre cambió de carácter. El hombre adusto y amargado de antes, dio paso a una persona, sí no optimista, al menos sonriente a ratos, y dejé de oír los lamentos y reniegos instalados con anterioridad en el ahora menos siniestro pasillo. También desapareció mi miedo a la soledad del dormitorio gracias a la modesta lamparita, que podía apagar y encender a mi antojo sin necesidad de tener que levantarme hasta el interruptor y volverme después a la cama, tropezando con los pocos muebles que, con muy mala leche, salpicaban la habitación..
Un día de septiembre, prórroga de un verano especialmente caluroso donde el hielo se derretía a los pocos minutos de colocarlo en la fresquera, me pusieron un baby lleno de rayas y me llevaron a un edificio casi en ruinas por cuya puerta entraban multitud de niños con cara de no querer ir. ¡Mi primer día de colegio!
Una mujer como de cuarenta años y aspecto antipático, me condujo hasta un cuarto lleno de pupitres y gente de mi edad, uniformados como yo, asombrosos miradores de la enorme pizarra que, instalada sobre un caballete, tapaba media pared. Bajo las fotos de Franco y José Antonio, una desvencijada mesa y una aún más desarbolada silla, circundaban la persona que iba a dominar nuestras mentes, y nuestras voluntades, durante aquel curso.
Todas las mañanas, antes de comenzar la clase, se rezaba un Padrenuestro, “por los caídos”, decían, y cantábamos el Cara al sol, repitiendo sus estrofas una y otra vez para que lográramos aprenderlo. Después, la maestra iba nombrándonos uno por uno y teníamos que responder al llamamiento gritando “presente” y poniéndonos en pie.
Cuando pasaron lista por primera vez, me chocó oír mi nombre y dos apellidos. Carmelo Beltrán Horcajo. Parecía como si se refirieran a otro, ni siquiera identificaba el patronimio, acostumbrado como estaba a que todos me llamaran Melo, así que me quedé sentado y en silencio hasta que un coscorrón más que regular se encargó de recordarme para siempre mi obligación de responder.
Fue en aquel patio, durante el recreo, donde comenzaron a formarse los corrillos que, posteriormente, se convertirían en las diferentes pandillas rivales, enfrentamiento que duró hasta que dejamos la escuela, unos para presentarnos al ingreso en bachiller y otros para incorporarse, como aprendices ó peones, al duro mundo del trabajo, diciendo así adiós para siempre a su niñez apenas apuntalada.
Ángel y Paco se convirtieron en mis amigos inseparables. El primero, era hijo de un albañil emigrado de Extremadura que intentaba en su huída escapar de la miseria. El padre del segundo conducía de un viejo taxi. Ángel tenía una facilidad especial para aprenderse, de corrido y a la primera, las tablas de multiplicar. Yo lo logré a base de repetirlas una y otra vez, equivocando casi siempre las respuestas, sobre todo en la tabla del siete. Cuando la maestra me preguntaba, él se encargaba de soplarme, en un tono audible a duras penas, para evitar que me encontrase con el reglamentario palmetazo que acompañaba, en todas las ocasiones, a cualquier error.
Paco, por el contrario, era el más despistado de toda la clase. Pasaba más tiempo de rodillas y cara a la pared que sentado en su pupitre. Desde ese su acostumbrado rincón, aprovechaba el momento en que la maestra le daba la espalda para hacerle toda suerte de cuchufletas con el consiguiente cachondeo de todos nosotros.
Cuando cumplí nueve años, mi padre me apuntó al Frente de Juventudes. El curso siguiente iba a preparar el ingreso en bachillerato y ya me consideraba una persona mayor. Aquel verano hice mi primer campamento en Cercedilla, al cuidado de unos monitores que me llamaban camarada y vestían unos ridículos pantalones cortos. Allí aprendí, entre canción y canción, a obedecer sin rechistar las órdenes que un montón de chicos, algo mayores que yo, impartían constantemente. Tuve la impresión de ser el último mono de toda la Centuria, manejado por el primer jefe de Escuadra que se cruzaba en mi camino.
Las marchas, cargando con una mochila más grande que yo de la que colgaban el plato metálico y la cantimplora, se me hicieron, en un principio, insoportables. Las terminaba con los pies llenos de ampollas y la espalda doblada por el peso excesivo de la impedimenta. Después, poco a poco, fui acostumbrándome a esas duras caminatas y hasta las extrañé cuando terminé el campamento y regresé al triste Madrid de todos los inviernos.
-Has crecido- me dijo Inma nada más verme. -Ahora vete para la bañera, seguro que traerás acumulada la mugre de todo el mes.
El contacto con el agua caliente pareció borrar la ausencia y tuve la sensación de no haber salido nunca de aquella casa. Mientras me secaba enérgicamente con la áspera toalla, aquel primer campamento iba transformándose en un sueño.
Al curso siguiente no nos dio clase la maestra de siempre. Un profesor, con cara de pocos amigos, fue el encargado de amargarnos la vida a fuerza de raíces cuadradas, larguísimas divisiones, dictados más y más difíciles, decimales, quebrados…. La lectura del Quijote la sustituimos por las reglas de Ortografía y tuvimos que aprender Gramática, Historia, Geografía y un montón de cosas más que por entonces consideré engorrosamente inútiles.
Paco, el hijo del taxista, también preparó el ingreso, mientras que Ángel, pese a su inteligencia fuera de lo común, iba a continuar en la escuela dos años más para obtener el certificado de Estudios Primarios. No volvimos a vernos hasta pasado bastante tiempo y en circunstancias bien distintas.
Durante aquel curso, mi amigo Paco cambió por completo tanto en comportamiento como en aplicación. El niño antes díscolo y travieso, se convirtió en el alumno más aplicado de la clase, comenzando a dar muestras de una capacidad fuera de serie a la hora de enfrentarse con las muchas dificultades del preparatorio. Además, su cuerpo crecía a tal velocidad, que en pocos meses nos sobrepasó a todos en varios centímetros. Al final del verano siguiente, cuando regresé de mi segundo campamento, el mundo pareció derrumbarse sobre mí. Inma ya no estaba en casa y mi padre volvía a ser el hombre huraño y malhumorado. ¡Otra vez la calle se volvía cuesta arriba...
Paco y yo nos matriculamos en el mismo instituto donde mi padre prestaba sus servicios como bedel. Ambos obtuvimos una beca, pero por circunstancias bien distintas: la mía procedía de los buenos oficios y amistades de mi progenitor mientras que él se la ganó a pulso, sacando matrícula de honor en el examen de ingreso.
Pronto se distinguió de los demás compañeros, convirtiéndose en el alumno preferido de los profesores y yo en su sombra. Le seguía a todas partes y hacía cuanto era necesario para conservar su amistad. Un día, cabreado por mi insistente servidumbre, me espetó:
-¡Tienes espíritu de subalterno! Si no cambias de actitud, nunca vas a llegar a ser alguien.
-¿Qué debo hacer?-, pregunté, desconcertado por el reproche.
-Decir que no de vez en cuando en vez de mover constantemente la cabeza arriba y abajo, como si fueras una vaca rumiando hierba.
Resultaba mucho más cómodo dejarme llevar que enfrentarme a posturas de elección en situaciones que, en el fondo, me daban igual. Poco a poco, fui habituándome a mantener algún que otro criterio, pero siempre y cuando dicho criterio estuviera acorde con la forma de pensar de mi amigo. No sólo me sentía incapaz de enfrentarme a él en cualquier campo, también necesitaba su proximidad para huir de la desesperación que impregnaba mi hogar. Por eso, en cuanto terminaba de comer, me faltaba tiempo para irme dónde él, a estudiar, a jugar… a vivir, en suma.
Su familia era la antítesis de la mía. Desde el primer día me acogieron como a un hijo más y nunca regatearon la oportuna palabra de aliento ni el pan con chocolate a las seis de la tarde. Cuando llegaba la hora de cenar, tenían que ponerme materialmente en la escalera para obligarme a regresar con los míos. Entonces, cabreado como una mona y renegando por lo bajo, enfilaba las tres manzanas que separaban la luz de la oscuridad con el pensamiento puesto en el día siguiente.
Lucas se unió a nosotros en el segundo trimestre. Era un chico tímido, reservado, con complejo de bicho raro por ser el único de la clase qué llevaba gafas. Comenzó su aproximación con lentitud, cómo si temiera tropezarse con nuestro indiferente rechazo. Así, una mañana nos ofrecía parte de su bocadillo, otra, nos regalaba cromos del álbum de Kim de la India, tan de moda entre los niños de aquella época, otra, se prestaba para ir hasta el carrillo de la puerta e invitarnos a dos reales de caramelos... Y así, hasta que Paco y yo decidimos, de común acuerdo, poner fin a esa situación tan ambigua y preguntarle qué pretendía lograr con esa actitud.
-Ser vuestro amigo-, respondió sin ambages.
-Una cosa es querer ser nuestro amigo y otra bien distinta intentar comprarnos-, respondió Paco, muy serio.
-No era mi intención comprar nada. Simplemente, me daba vergüenza pedíroslo por las buenas y pensé que de este modo resultaría más fácil.
-Ahórrate seguir haciéndonos la pelota, desde este momento te consideramos uno más de nosotros-, concluyó Paco, solemne.
A Lucas se le iluminó la cara con una sonrisa de felicidad. Para sellar el pacto, nos dimos la mano y volvimos juntos a clase de Matemáticas.
Lucas nunca mencionaba a su familia, ni siquiera llegué a saber si tenía padres y hermanos, aunque, a pesar de mi curiosidad, me abstuve de preguntarle, de esa forma tampoco yo me vería obligado a dar explicaciones sobre la mía.
Todas las tardes, nos reuníamos los tres en casa de Paco. Desde entonces, se me hizo más fácil el regreso, acompañado por mi nuevo amigo hasta muy cerca de la cuesta.
Fue por aquella época cuando me reencontré con mi madre. Sucedió durante una noche de noviembre, llena de lluvia y frío de la sierra. Volvía de mi acostumbrada visita vespertina cuando, al entrar en el portal, una mujer pronunció, quedo, mi nombre.
-Melo, Melo, soy yo.
Tuve que hacer un esfuerzo en la penumbra para distinguir desde donde venía la voz. Me acerqué, receloso, hasta ella.
-¿No me reconoces, Melo?
La miré de arriba abajo, con curiosidad primero y luego con sobresaltada inquietud.
-Sí, si qué te reconozco.
-¿No vas a darme un beso?
-No, no quiero darte un beso-, respondí, asustado por las posibles consecuencias que podrían acarrearnos su imprevisto retorno.
Sus ojos sin respuesta se quedaron fijos en los míos por unos segundos. Después, bajó la vista al suelo y murmuró:
-Pregunta a tu padre si puedo subir.
-¡Pregúntaselo tú!-, grité, descompuesto, mientras escapaba, veloz, escaleras arriba sin volver la cabeza hacia donde ella estaba.
Cuando entre en casa no dije nada, me limité a atrincherarme en la habitación pretextando una excusa para no cenar. Luego, durante un buen rato, estuve pendiente del sonido del timbre, pero me dormí sin llegar a oírlo.
Unas semanas más tarde, mi padre cambió. Dejó a un lado su desaliño habitual y comenzó a afeitarse todos los días, a mudarse de indumentaria… incluso a bañarse con cierta frecuencia. También su humor mejoró ostensiblemente. Pensé que debía averiguar la razón de ese cambio, pero no me atreví, conocía la clase de respuesta que podía darme y preferí esperar la llegada de los acontecimientos, que no tardaron en producirse: una noche, la nueva desconocida me abrió la puerta.
-Me llamo Luna, soy la novia de tu padre-, dijo, a modo de presentación.
Observé con atención a su rostro casi infantil. Pese a no tener más allá de veinte años, aquellos ojos parecían haber vivido cien. Su extremada delgadez indicaba, bien a las claras, las privaciones por las que estaba pasando. Era un hambre de siglos la que se reflejaba en su cara de niña pequeña… Quise ser bueno y creerla, al menos, ilusionada.
-Yo soy Carmelo, aunque puedes llamarme Melo, como hace todo el mundo-, contesté, mientras ignoraba su intento de beso y extendía la mano hacia ella como queriendo marcar distancias y diferencias.
Luna y su paupérrimo equipaje venían con vocación de quedarse para siempre. Cuando se instaló como dueña y señora de la casa, me vi en la obligación de contarle a mi padre el encuentro de hacía unos meses, para evitarle la sorpresa de una impensada e improcedente visita. Guardó un largo silencio, apabullado sin duda por lo inesperado de la noticia, y después, con parsimonia, lió un cigarrillo y dijo:
-Si vuelves a tropezarte con ella me lo haces saber de inmediato, aunque de todas formas no creo que se atreva a subir.
Pero mi padre no contaba con la desfachatez de la que mi madre era capaz, ni tampoco cómo la miseria y el abandono podían obligarla a actuar fuera de toda lógica. La capacidad del ser humano para dar la vuelta a cuanto vaya contra sus intereses, tenía en ella su mejor pilar.
A los pocos días de aquella conversación, citaron a mi padre en el juzgado, para que respondiera a una denuncia por intimidación, expulsión con violencia del domicilio conyugal y adulterio. El asunto se encabronó hasta tal punto que también tuve que ir a declarar, pese a mi corta edad. La situación pudo clarificarse gracias al testimonio de los vecinos, que dejaron bien sentada la escueta verdad de lo que realmente había sucedido.
La noticia de la denuncia se extendió como un reguero de pólvora y llegó a oídos del director del instituto, que llamó a mi padre y le colocó un sermón de los que hacen época, amenazándole con abrirle un expediente, por atentar contra la moral y las buenas costumbres, en el hipotético supuesto de que no pusiera fin de inmediato a su convivencia con Luna.
Mi padre optó por asentir a todo para luego hacer caso omiso a la amenaza y presentar, a su vez, otra denuncia, por abandono de familia, contra la causante de tantos quebraderos de cabeza.
Al cabo de pocos días, las aguas volvieron a su cauce y yo a mi rutina. Mis amigos, expectantes, me obligaron a contarles lo ocurrido con pelos y señales. Después, el incidente se fue diluyendo de su curiosidad hasta pasar al archivo del olvido. Otros sucesos más novedosos, -el final del campeonato de liga o la proximidad de los exámenes-, acapararon su atención.
Aquel verano volví al campamento de Cercedilla. Antes, animé a Paco para que se apuntara al Frente de Juventudes y así poder acompañarme en la aventura, pero sus padres se opusieron frontalmente al tema sin darle ninguna explicación. Lucas se marchó de veraneo a Santander y no supimos nada de él hasta septiembre.
Cuando regresé de Cercedilla, me sorprendieron las numerosas novedades que habían tenido lugar mientras estuve fuera. Luna se había tomado en serio el papel de ama de casa y puesto orden en aquel batiburrillo. Encontré cortinas en las ventanas, brillo en los muebles y disciplina en nuestros días. Una segunda Inma parecía resurgir… y yo tuve miedo otra vez, miedo a que se marchara como hizo ella, miedo a la soledad, al mal humor de mi padre, al abandono, a la miseria no compartida... Y por eso escapé corriendo calle abajo: para evitar volver a echar de menos..................

1 comentario:

  1. A pesar de no pertenecer a tu generación, tu relato me atrapo desde el primer parrafo.
    Precioso relato.
    Gracias por compartirlo.

    ResponderEliminar